Me llamo Raimundo Prado, soy hombre, heterosexual. Algo mayor, quizás maduro o quizás no tanto. Da igual. Me llamo Raimundo, soy magistrado y de pequeño no me obligaron a hacer la cama. Cuando era joven, determinadas cosas eran inasequibles para mí. Por ejemplo, nunca cociné. Nunca, jamás, puse el hule de una mesa. Nunca planché una camisa y, por supuesto, los domingos quienes ayudábamos en misa como monaguillos éramos otros niños y un servidor. Me llamo Raimundo Prado y he recorrido un tramo importante de eso que llaman vida con la carga siempre de determinadas ideas, actitudes y pensamientos inculcados desde la infancia por parte de la familia, la sociedad y la época que me tocó, que por cierto nunca es elegida.
Yo soy yo y mis circunstancias, que decía don José Ortega y Gasset, y de esas circunstancias es muy difícil despegarse. Me llamo Raimundo y he atravesado diversas décadas con sus cambios tecnológicos, políticos y sociales. Intento siempre adaptarme, extraer lo mejor de lo nuevo.
La primera ocasión en la que asistí a una clase mixta en la EGB me di cuenta de manera rápida que las más listas eran dos niñas. Sin embargo, y a diferencia de los muchachotes, con más posibilidades curriculares, obligatoriamente debían quedarse en clase a coser y a elegir Hogar. A medida que crecía, leía, estudiaba en la Facultad y me adentraba en el mundo femenino, comencé a sentir fascinación por el mismo. Resultaba, además –siempre con excepciones–, que la mayoría de chicas era más inteligente, con mayor capacidad de comprensión, de trabajo, de constancia y de perspicacia que los chicos.
Sin embargo, y como un manto invisible, algo nos hacía pensar que al final contraerían matrimonio, se dedicarían a su familia y el título lo tendrían como algo tangencial. Que los hombres, en definitiva accederíamos a puestos y profesiones de forma más fácil que ellas. Lo veíamos así. Podría aseverar que sin malicia. Afortunadamente, la democracia incipiente comenzó a cambiar y a remover determinadas estructuras. La mujer se instaló definitivamente en lugares antes reservados a señores con bigote. Nuestra generación comprendió de manera natural que los buenos profesionales carecen de género. Sin embargo, ese manto invisible y pegajoso continúa ahí. Lo más llamativo es que lo portan aún personas de generaciones más jóvenes y de ambos sexos. Que todavía, en determinadas profesiones, esa niebla de cristal permanece e impide desarrollarse a una mujer de la manera y forma que estime oportuna.
En la propia Carrera Judicial hay menos mujeres que hombres que se postulan para determinadas responsabilidades y, las que lo hacen, son vetadas porque no han accedido al Club de Caballeros en que se han convertido la cúpula judicial y el CGPJ. Ojo, claro que a ese club pueden pertenecer mujeres, siempre que acepten o compartan, eso sí, las reglas decimonónicas de los caballeros. Caballeros que, por otra parte, se muestran obligados a admitirlas, como si eso fuese un gesto de bondad divina mientras alardean de una igualdad farisea.
El cambio real debe llegar y lo está haciendo. El cambio está en los sistemas de elección, de libertad, de baremación, de conciliación sin fisuras. El cambio está dentro de cada uno. El cambio consiste en despojarnos de prejuicios y no criticarnos ni envidiarnos. El cambio está en el verdadero respeto al otro. En medidas que garanticen, ya desde la Escuela Judicial, posibilidades reales de progresión y desempeño adecuado de nuestra función.
Me llamo Raimundo Prado y confieso que me arrepiento (¿ven cómo los conceptos permanecen?) de no haber actuado de manera contundente frente a la desigualdad de la mujer en mi Carrera Judicial y frente a esa misma desigualdad en general. Cuando asumes tus errores, es más difícil recaer en ellos.
Me llamo Raimundo, tengo dos hijos y deseo de corazón que, cuando tengan mi edad, estas consideraciones les suenen a prehistoria.
Comentarios
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