Dominio público

Mi casa, los libros

Octavio Salazar Benítez

Catedrático de Derecho Constitucional. Miembro de la Red Feminista de Derecho Constitucional, Universidad de Córdoba http://lashoras-octavio.blogspot.com/

Pixabay.
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Cuando en estos días de confinamiento hablo cada mañana con mi madre, no me suele contar lo que está preparando de comida o lo que almorzó el día anterior, ni mucho menos me explica el bizcocho que nunca hará siguiendo un tutorial de YouTube. Es más normal que me cuente el libro que está leyendo y que nos pongamos a debatir sobre cómo, por ejemplo, Brenda Navarro en Casas vacías retrata la violencia masculina y las sombras de una maternidad que se rebela contra el "hágase en mí según tu palabra".

Mi madre, que me cuenta que cuando estaba embarazada de mí leía mientras cocinaba, con la novela de turno apoyada sobre una cacerola, apenas ve la televisión. Está deseando de tomarse su cena, cada vez más ligera, para meterse en la cama y allí, rodeada de libros y papeles, sentir que ha conquistado su habitación propia. Hace años que no solo lee, sino que también escribe un diario que no comparte con nadie y que cada 6 de enero, como si fuera un ritual, quema en la chimenea que sigue encendiéndose en la casa de sus padres.

En aquella casa, yo siempre recuerdo a mi abuela Rita leyéndose hasta el último renglón del periódico cada día, escribiendo también en un cuaderno que nunca encontré versos y reflexiones, y lamentándose siempre de que en su mundo de hombres no la dejaran estudiar ni subirse a los árboles. Fue, por cierto, en su piso de Barcelona donde yo, siendo un adolescente, descubrí La casa de los espíritus y me la leí como si estuviera haciendo un viaje a países desconocidos.

Fue sin duda en la adolescencia, al contrario de lo que suele pasar hoy con los más jóvenes, cuando yo me reafirmé en los propósitos de soñar con jubilarme en una librería. Eso después de que, en una larga temporada que pasé en la cama, cuando apenas tenía 11 años, un vecino maestro me prestara Platero y yo, y en él empezara a darme cuenta de lo que era la literatura de verdad. Más tarde, tuve la gran suerte de pasar tardes, días enteros, en la librería de mi tío Rafael, donde al fin, y aunque solo fuera por una larga temporada, pude hace realidad en parte el sueño de recomendar libros a la clientela y de luego envolverlos en papeles que yo elegía imaginando quién y cómo sería el futuro lector.

Fue también en mi primera juventud cuando aprendí, de la mano de mi tía M.ª Luz, a forrar los libros que leía, para que no se estropearan, con papeles que debían hacer honor al tesoro que guardaban. Se convirtió en todo un ritual, cuando me iba con mis tías a la playa, guardar en la maleta todos los libros forrados que pensaba disfrutar en un mes de julio malagueño y que casi siempre terminaba mucho antes de volver a casa.

Durante muchos años, todavía hoy, el verano es la estación en la que pienso como ese tiempo en el que al fin podré abrir los libros que durante el año esperan en una estantería. Esa que disfruto limpiando, ordenado y en la que ahora, con cierta nostalgia, me encuentro con algunos de los cuentos que, cuando mi hijo Abel se acostaba poco antes de las nueve, yo le leía antes de dormir. Y recuerdo lo que mi hermano y yo hacíamos cada noche, cuando colocábamos una enorme caja de cartón llena de cuentos y de tebeos, entre nuestras dos camas cubiertas por unas colchas verdes.

En estos días de confinamiento, en el que parece que muchas y muchos hubiéramos descubierto la centralidad de nuestras casas en la vida, lo esencial de lo íntimo y cercano para nuestro bienestar, he vuelto a sentir con una intensidad que quizás tenía algo olvidada esa fuerza nutritiva de los libros. Su capacidad de sostén y de armadura, como si fueran los pilares sobre los que yo he edificado mi casa, esa en la que tanto necesito, y ahora disfruto como nunca, el silencio que apenas tibiamente se rasga con las hojas que pasan, con el baile de las teclas de mi ordenador y con el rugido emocionante del lápiz que subraya. Una especie de poética que con frecuencia descubro muy cercana a las matemáticas, esas que enseñaba mi padre con tiza sobre la pizarra y que yo anotaba en cuadernos donde siempre escribía con letra de niña.  Mi padre con el que ahora comparto las páginas de Gustavo Martín Garzo y con el que, así, gracias a las palabras ajenas, establezco puentes de multiplicaciones y puntos seguidos.

Mucho me temo que ha tenido que llegar este terrorífico paréntesis para que algunas y algunos entiendan dónde reside el centro de la vida. Y en mi caso para que una vez más, tras una buena temporada de prisas y focos, entienda que en mi casa las escaleras que llevan a la terraza están hechas de libros. La república de las letras. Y que el hilo que me cose al dobladillo de las emociones está tejido con las palabras leídas y compartidas, sobre todo por muchas mujeres, las de mi familia, que me enseñaron que los verdaderamente peligrosos son los hombres que nunca leen libros. Los seres humanos que no están dispuestos a reconocer que la literatura, la cultura en general, es tan necesaria como el comer para tener una vida que merezca el adjetivo de digna.

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