Cuando estudiaba tercero de BUP, allá por el inicio de los años ochenta, la profesora de historia nos hizo redactar un trabajo en el que contábamos la historia de uno de nuestros abuelos durante la guerra civil. El trabajo fue muy emocionante para nosotros, aunque años después me contó la profesora que algunos padres habían protestado a la dirección del centro, porque a ver qué interés tenía ella en saber dónde habían estado esos abuelos en la guerra y qué intenciones tenía.
Más allá de los temores al pasado, tan presentes en esos años, el trabajo fue muy interesante y por delante de todos los alumnos pasaron: salvoconductos para salir de España, viejas fotografías, alguna carta... La profesora, que había comenzado a enseñarnos historia contemporánea de España, empezando por la transición y alejándose en el tiempo, estaba entusiasmada.
Una de las compañeras salió a la pizarra, para explicar su caso, con un álbum de fotos en la mano. Lo abrió y empezamos a ver imágenes de los campos de concentración nazis: cuerpos amontonados, cámaras de gas, soldados alemanes. La verdad es que no entendíamos qué tenía que ver aquello con lo que nos había pedido la profesora. Lo que más sabíamos del Holocausto provenía fundamentalmente de la serie que con ese nombre había emitido TVE en la primavera de 1979 y que tuvo un fuerte impacto social.
Nuestra perplejidad terminó cuando nuestra compañera llegó a la última fotografía del álbum y nos contó la historia de su tío abuelo, de cómo había cruzado la frontera hacia el final de la guerra, se había unido a la resistencia, había sido deportado, liberado y había muerto en Francia sin regresar a España.
Aquella fue la primera vez que tuve noticia de que algunos republicanos españoles habían sido deportados a campos de concentración nazis, algo que nos puso un poco el cerebro del revés, pero que nos permitió hacer una conexión de los vínculos del franquismo con el nazismo, más allá de la participación alemana en nuestra guerra.
A pesar de lecturas de ensayos y novelas sobre la guerra y la dictadura, tardé varios años en volver a encontrarme con ese tema y fue a través del programa de La 2 de TVE que se llamaba Línea 900. En la primavera del año 2000 se emitieron tres programas, con tres títulos muy ilustrativos: Viaje al infierno, El complot de la esperanza y El deber de recordar. Numerosos testimonios de deportados narraban sus vidas.
Cuatro años después, cuando se habían puesto en marcha las exhumaciones científicas de fosas comunes de desaparecidos por la represión franquista, y se empezaban a denunciar en juzgados los crímenes de la dictadura, me senté en un bar de la localidad francesa de Perpignan, junto a la librería Torcatis, muy vinculada al exilio español, junto a Matías Arranz. Era burgalés, había luchado junto a las Brigadas Internacionales, tenía un familiar en una fosa común en el pueblo de Milagros y había permanecido internado en un campo nazi, desde enero de 1941 hasta mayo de 1945. Impresionaba pensar lo que habían visto sus ojos; guerras, deportación y más de cuatro años dentro de un horror que no somos capaces de imaginar, hasta ser liberado en Gusen.
Entonces ya conocía los estudios de Benito Bermejo y Sandra Checa, había leído a Montserrat Roig y asistido a dos conferencias de Mariano Constante. Pero estar frente a un ser humano que había soportado, desde el inicio de la guerra española, todo lo que había vivido me producía una intensa mezcla de impresión, emoción y agradecimiento. Matías, de pequeña estatura y enorme fortaleza, participaba en organizaciones y actos sobre la deportación, pero siempre rechazó que le hiciéramos un homenaje en su pueblo, teniendo en cuenta que la comarca de Aranda de Duero, de donde él era originario, es quizá la zona de España en la que más fosas comunes se han exhumado. Matías había regresado a Mauthausen pero desconfiaba todavía de España. Por eso, cuando leemos la palabra liberados, en el caso de los republicanos españoles, tenemos que escribir varias comillas, porque a partir de ese 5 de mayo de 1945 siguieron siendo presos del exilio.
Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, el dictador Francisco Franco inició un rápido proceso de desnazificación; censuró y cortó metraje de su película Raza, escondió libros escritos por grandes poetas de la época, editados como regalo de exaltación para los cumpleaños de Adolf Hitler, y manejó un discurso alejado del fascismo y centrado en el anticomunismo.
¿Se puede decir que Franco se mantuvo neutral en la Segunda Guerra Mundial cuando gestionó la deportación de esos miles de compatriotas? ¿No es intervenir en la guerra el envío de la División Azul, la gestión del wolframio, España convertida en refugio de nazis? Franco fue explícito al solicitar la deportación de los republicanos españoles a los campos de exterminio nazis; algo que quedó diluido bajo una enorme operación de marketing y propaganda.
La historia y la memoria de la deportación son fundamentales para el conocimiento del pasado y para poder apartar la propaganda franquista de lo que han sido hechos reales. Tenemos el deber de ofrecer gratitud y reconocimiento a esos hombres y mujeres que fueron los primeros en Europa en enfrentarse al fascismo y que lucharon contra él dentro y fuera nuestras fronteras. Y no es comprensible que el Estado español los haya dejado ir muriendo sin reconocimiento público.
El pasado 27 de enero se conmemoró en el Senado, como se hace desde hace años, el Día Internacional de las Víctimas del Holocausto. En el acto, el presidente de las Comunidades Judías Españolas aprovechó para hacer un alegato defendiendo y justificando la política actual de Benjamín Netanyahu. La presencia de la memoria de los republicanos fue marginal, cuando forman el grueso de los deportados españoles y deberían ser centrales en la ceremonia en el Senado de su país. Algunos familiares de esos republicanos buscaban invitaciones al acto, como si fueran convidados de piedra y no protagonistas del mismo.
La debilidad de la memoria antifascista en la España actual tiene que ver con el diseño de la cultura política que han permitido las élites, con las que en la transición colaboraron las fuerzas parlamentarias de izquierda. El deber de la sociedad civil, de quienes defienden y propugnan valores verdaderamente democráticos, es poner en el centro de nuestras referencias morales a quienes más se esforzaron por defender la democracia.
La creación de la sección Triángulo Azul, bajo el paraguas de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, debe servir para fomentar el conocimiento del pasado, denunciar el papel del franquismo en las deportaciones de republicanos españoles, y dar espacio público e institucional a sus descendientes, a quienes fueron criados y educados por las personas que vivieron esos terribles hechos, para que tengan voz en los actos de conmemoración y den testimonio de lo que sufrieron, lucharon y defendieron sus familias. Algunos de esos familiares ya han presentado denuncias, con la abogada Ana Messuti, para que sean presentadas en la querella argentina contra el franquismo. Un paso más para acotar la impunidad de la dictadura y evitar que las violaciones de derechos humanos que cometieron los fascistas españoles no hayan sido un crimen perfecto.
El honor de quienes dieron la vida entera o parte de ella por evitar la victoria del fascismo debe ser un referente. Nuestra democracia jamás será ejemplar hasta que tenga sus vidas y sus luchas como ejemplo.
En twitter: @Emilio_Silva_
Comentarios
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