Dominio público

La persecución a Assange: tiro de gracia al periodismo

Virginia P. Alonso

La persecución a Assange: tiro de gracia al periodismo
El fundador de WikiLeaks, Julian Assange, tras ser arrestado por la Policía británica en la embajada ecuatoriana en Londres. / REUTERS

No recuerdo la fecha exacta, pero fue poco antes de Reyes de 2011 cuando cogí aquel avión hacia una capital del norte de Europa en la que el día apenas duraba 360 minutos y el suelo estaba cubierto de nieve y hielo sucios.

Me daban 72 horas para bucear entre 251.287 cables diplomáticos que Wikileaks había filtrado el 28 de noviembre anterior a varios medios de comunicación (The New York Times, The Guardian, Le Monde, Der Spiegel y El País). 72 horas para encontrar algo que no se hubiera publicado ya y que tuviera la suficiente enjundia como para intentar convencer a mi fuente de que me dejara llevarme toda la documentación a Madrid para poder trabajarla con un equipo en la redacción.

Pero no había visos de que tal cosa sucediera. El acuerdo que acababa de cerrar mi periódico con la entonces directora del diario noruego Aftenposten -que había recibido una "filtración de la filtración" y que, tras mucho insistirle, accedió a que yo consultara el cablegate- era claro: solo podía leer el material allí y tomar notas a mano durante no más de 72 horas. Y no se me permitía tener ningún dispositivo electrónico conmigo mientras estuviera en "la sala".

Yo era entonces directora adjunta de 20minutos y tenía el suficiente callo periodístico como para intuir que en esa maraña de comunicaciones diplomáticas habría asuntos que al escogido para la filtración en España, El País, no le interesaría publicar (aquí un ejemplo). Por no hablar de que para esas fechas los medios elegidos por Wikileaks solo habían revelado un 1,54% del total.

Así, las pocas horas que transcurrieron desde que cerramos el acuerdo hasta que tomé el avión las pasé indexando a mano todo lo ya publicado, y aproveché el vuelo para anotar en una libreta los nombres y asuntos a buscar, por orden de prioridad.

Pasé tres días con sus tres noches pegada a la caja de búsqueda de un ordenador y escribiendo a la velocidad del rayo con letra más o menos legible: número del cable, resumen del mismo, posible titular. Páginas y páginas. Aprovechaba cuando salía a fumar o a buscar café en aquella sórdida estación de ferrocarril de Oslo sobre la que se levantaba la redacción de Aftenposten para redactar y enviar mails encriptados a una persona de mi equipo en Madrid con algunos de mis hallazgos; quería que fuera verificando detalles para que esas historias estuvieran atadas a mi vuelta.

Sí, había hallazgos. Y había historias aún por contar. Algunas tan relevantes que parte de mis últimas horas en Oslo las invertí en convencer al director de investigación de Aftenposten de que me permitiera grabar todos los cables en algún dispositivo. Le conté algunas de esas historias, le expliqué las razones por las que creía que no se habían publicado, hablamos de libertad de información y de Periodismo (con mayúsculas), de Assange, de Wikileaks y de lo que iban a representar estas macrofiltraciones para el periodismo mundial... Unos cuantos chupitos de Aquavit después, regresaba a Madrid con un pendrive de varios gigas metido en el bolsillo de mi vaquero, con decenas de documentos impresos en los que se especificaban las condiciones de uso de los cables, con el corazón en un puño y con el otro puño aferrando el pendrive dentro de mi bolsillo durante las más de seis horas que tardé en llegar a la redacción.

Me alertaron antes de salir de Oslo: a partir de ese momento, debía asumir que mi teléfono estaría pinchado, así que ni una llamada telefónica sobre Wikileaks (o sobre ningún otro tema delicado) desde mi móvil. Solo hice una, al director del periódico, entonces Arsenio Escolar: "Lo tengo".

Una vez en la redacción, el pendrive se metió en una caja de seguridad y nos reunimos durante horas para articular procedimientos encaminados a proteger de eventuales incursiones externas toda esa información. Era la primera vez en la historia del periódico que trabajábamos así. La palabra "encriptación" pasó a formar parte de nuestro día a día, se montó un buscador interno en tiempo récord en un ordenador sin acceso a Internet y un sistema para saber en todo momento quiénes habían consultado qué cosas, un equipo muy reducido trabajaba por turnos dentro de una sala cerrada a cal y canto, sin wifi y sin conexión online, de la que no podía sacarse nada, en la que había varias cajas de seguridad y donde no se podía imprimir ni un documento. Decidimos verificar cada punto que apareciera en los cables que fuéramos a revelar, aunque esto supusiera ralentizar la publicación e incluso tener que descartar muchos de los documentos previamente seleccionados. Y, en los cables que sí publicábamos, se invisibilizaban los nombres y datos de personas que no tuvieran que ver con las historias en cuestión aunque salieran mencionados.

Una experiencia que, años después, a principios de 2016, y ya como adjunta al director de El Mundo, me serviría para sentar las bases del dispositivo jurídico, técnico y de seguridad que permitiera a un nuevo equipo poder trabajar y proteger los 18,6 millones de documentos que acreditaban la evasión fiscal de futbolistas de élite; lo que luego se publicaría, a finales de ese año, como Football Leaks.

Football Leaks fue el resultado de la colaboración de doce medios de comunicación europeos a través de la red European Investigative Collaborations (EIC). Sus descubrimientos se hicieron públicos meses después de que la mayor investigación periodística colaborativa jamás llevada a cabo rompiera, una vez más, los moldes de la información y provocara un terremoto político de escala casi planetaria (amén de un [efímero] debate sobre los paraísos fiscales y la evasión de impuestos): Los papeles de Panamá. En este caso fueron 109 medios de comunicación de 76 países pertenecientes al International Consortium of Investigative Journalists (ICIJ) los que se coordinaron para analizar los 2,6 terabytes que ocupaban los documentos.

No es descabellado afirmar que sin Julian Assange y sin Wikileaks ninguna de estas macroinvestigaciones periodísticas habría tenido lugar. Las revelaciones de la plataforma creada por Assange abrieron la puerta a un nuevo tipo de periodismo, basado en las filtraciones y en la cooperación internacional entre medios, algo prácticamente inexistente hasta el momento. Y tanto las informaciones publicadas a raíz de las filtraciones de Wikileaks como las posteriores, vinculadas a otras redes y organizaciones, arrojaron luz sobre las oscuras maniobras (militares, fiscales, políticas, relacionadas con los derechos civiles, dependiendo del caso) de mandatarios mundiales y estrellas internacionales. Sin estas investigaciones, la ciudadanía habría permanecido ciega a esta realidad. Algunas de ellas tuvieron consecuencias casi inmediatas en numerosos países (recuerden la dimisión del exministro de Industria, José Manuel Soria, a raíz de su vinculación con cuentas opacas destapadas en Los papeles de Panamá); en otros casos, demasiados, las consecuencias no fueron para quienes cometieron crímenes de guerra o violaciones de los derechos humanos o abusos de poder, sino para quienes revelaron esas informaciones.

El mismo día que El Mundo lanzaba en su versión digital la primera entrega de Football Leaks, el juez español Arturo Zamarriego firmó un auto en el que ordenaba a todos los medios integrantes del EIC "la paralización o prohibición de publicación, ya sea en edición impresa o digital, de la información confidencial de carácter personal, financiera, fiscal o de índole legal, de los clientes de la entidad [...]". La insólita petición del juez se amparaba en el origen supuestamente ilegal de dichos datos y documentos. Meses después, Zamarriego imputó al entonces director del periódico, al consejero delegado y a tres periodistas por "revelación de secretos". La causa fue archivada en enero de 2018.

No corrió la misma suerte el hombre que fue identificado como el filtrador de dichos documentos, el portugués Rui Pinto, que fue detenido en Budapest en 2019 a petición de las autoridades portuguesas y luego acusado de 147 delitos. Es la única persona relacionada con Football Leaks que ha pisado la cárcel. Está pendiente de resolución judicial.

Cuando en 2017 Los papeles de Panamá recibían el premio Pulitzer, Julian Assange llevaba ya cinco años encerrado en la embajada de Ecuador en Londres. Cinco años. Y aún le quedarían dos más allí hasta ser detenido en 2019 por la policía británica para trasladarlo a la prisión de máxima seguridad de Belmarsh, en Londres, donde aún permanece. Se enfrenta a 175 años de prisión por poner a disposición de la ciudadanía información de indiscutible interés público facilitada por sus fuentes. Es decir, por hacer periodismo.

Assange publicó pruebas irrebatibles de crímenes de guerra y abusos en Irak y Afganistán por parte de EEUU. La difusión de informaciones como éstas es la espina dorsal de la libertad de prensa y del derecho a la información. Y, sin embargo, los alertadores y denunciantes (whistleblowers) como él están en riesgo constante por una falta de protección que es endémica y casi planetaria. Lejos de intentar protegerles, lo que se hace es criminalizarlos. Cuando el acusador es EEUU -con la inestimable colaboración, en este caso, de las autoridades británicas-, las consecuencias son devastadoras. Es importante recordar que Assange ni siquiera es un ciudadano estadounidense, sino australiano.

La persecución al fundador de Wikileaks es un claro aviso a navegantes. Los nueve años que ya lleva encerrado (sufriendo torturas, según la ONU) y la mera incertidumbre acerca de la resolución sobre su extradición a EEUU buscan provocar -y lo consiguen- un claro efecto disuasorio en otros periodistas o en cualquier persona que se plantee la difusión de información clasificada sobre actuaciones ilegales de cualquier gobierno. Y esto es devastador para la libertad de información, un derecho que, recordemos, reside en los ciudadanos: porque es, ni más ni menos, que su derecho a saber, a conocer, lo que está en juego.

Wikileaks logró aquello con lo que sueña cualquier [buen] periodista: revelar atrocidades de tal magnitud que hagan temblar al Pentágono, provocar la comparecencia de un presidente del Gobierno (Barack Obama, en su caso), poner patas arriba las relaciones diplomáticas mundiales... Sin embargo, Assange es el único editor del mundo acusado de un delito de espionaje. Y durante años la mayoría de medios de comunicación del mundo, incluidos aquellos escogidos por Wikileaks para difundir el cablegate, centraron sus informaciones sobre él en las acusaciones de delitos sexuales, que finalmente fueron archivadas, o en detalles irrelevantes sobre su personalidad. Una búsqueda rápida en Google deja claras las prioridades de lo publicado hasta el momento: para "assange sexual", el buscador ofrece 2.930.000 resultados; para "assange espionaje", 395.000; para "assange libertad de prensa", 361.000. Mientras los medios se enfocaban en esto, dejaban de hacer algo que habría sido crucial para la libertad de prensa y por tanto para la democracia: abordar de manera analítica y crítica los principios democráticos que están en juego en la acusación a Assange y en la solicitud de extradición a EEUU. Ahora tal vez sea ya demasiado tarde.

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