A aquella repetida definición de la tensión —según la cual los espectadores sabríamos de la existencia de una bomba, instalada bajo una mesa... que los comensales ignorarían— tendríamos que añadirle una dimensión afectiva: podemos querer, por algún vínculo que nos une a ellos, que esa bomba no explote; podemos ser conscientes de que algo muy profundo nos dolería al ver esa explosión. Si la impotencia no es objetiva, limpia, neutra, el dolor sentido será mayor, y ya no se tratará del mismo tipo de impotencia.
Vamos a rebobinar sin quedarnos atolondrados por los detalles. La semana pasada saltó la noticia de una supuesta agresión en Malasaña, en la cual un grupo de ocho encapuchados habría atacado a un joven homosexual, metiéndole dentro de un portal, llegando a tallar maricón en una de sus nalgas con algún tipo de punzón o cuchillo. La denuncia fue filtrada por la Policía a los medios de comunicación. A los días, después de la escenificación del horror público por parte de representantes de casi todos los partidos, y tras la convocatoria de una reunión de urgencia gubernamental para tratar este tipo de agresiones, saltó la noticia de que el muchacho se retractaba y retiraba la versión inicial, afirmando que nunca había habido una agresión y que se lo había inventado todo.
Análisis aparecidos en los días siguientes a la conmoción comentaron, por ejemplo, las áreas grises que aparecían cuando se consideraba la posibilidad de que el muchacho hubiera inventado su versión después de una sesión algo bestia con un cliente de prostitución, y si esto podía constituir en sí mismo algún tipo de agresión no tan brutal como la primera —análisis interesante, desde luego—; también se ha hablado de cómo la reacción inicial no fue en ningún caso desmedida, de que el grito de horror del colectivo LGTBI se dio en su justa proporción, y a eso no tengo nada que añadir. Hay algo en lo que aún no se ha insistido lo suficiente; es ese algo lo que me lleva a empezar rememorando la imagen de lo inevitable que uno desearía de cualquier manera evitar. No puedo dejar de pensar que estamos cayendo de lleno en una trampa, que tenemos el pie a punto de entrar en contacto con el cepo; peor aún, parece en ocasiones que esa trampa la hemos construido nosotros mismos.
La reacción más asquerosa cuando saltó en un primer momento la noticia fue la de los dirigentes de Vox. La segunda reacción más asquerosa vendría por parte de Isabel Díaz Ayuso, cuando declaró que no permitiría que los homosexuales y transexuales se dejaran «colectivizar», pero cada cosa a su tiempo. Aparcando un ratito su discurso sobre la ideología de género —pongamos: de influencia húngara—, la formación escogió acercarse a sus homólogos europeos más cercanos y jugar esta vez una carta distinta —pongamos: más francesa, más alemana, más holandesa—: la agresión sería culpa de bandas organizadas de inmigrantes, del mismo modo en que los menores extranjeros no acompañados estarían aterrorizando las calles de las ciudades españolas; la agresión sería un reflejo de la incapacidad de los inmigrantes para integrarse en la sociedad española y asumir sus valores universales de tolerancia y dejar vivir. Resumamos: la culpa es de los otros. Resumamos: como después de la Nochevieja de 2015 en Colonia, los homosexuales y las mujeres están en peligro en Europa por culpa de la inmigración, y el mayor de sus intereses sería votar por partidos que expulsaran a los inmigrantes y levantaran más altas las fronteras. Resumamos: Vox descubre que existe un caladero de votos que aún no ha explorado demasiado en lo que a cuestiones de orden y seguridad respecta.
La relación entre la extrema derecha europea y el colectivo LGTBI no puede reducirse, como querrían algunos, a la voluntad quirúrgicamente extraída del siglo pasado de fusilarnos a todos; se trata de una cuestión mucho más compleja y perturbadora. En Alemania, desde 2017, Alice Weidel es una de las caras visibles de Alternatif für Deutschland... y se trata de una mujer lesbiana casada en unión civil con otra mujer, que se posiciona «contra la transmisión de la ideología de género», que dice querer preservar «el matrimonio tradicional», que ha criticado foribundamente a Merkel por su gestión de los refugiados.
Es similar en Francia el caso de Florian Philippot, importantísima figura al lado de Le Pen en los últimos años del Frente Nacional, ahora convertido en líder de la derecha «soberanista» conspiranoica y antivacunas. En otros países europeos, el discurso de defensa de las mujeres y de las minorías frente a los peligros de la inmigración no sólo ha sido adoptado por los partidos de la extrema derecha, sino que esas mismas minorías han sido perfectamente integradas a la estructura del partido; es un caso que podría recordarnos, aunque de modo paralelo y no en la misma línea, al de Ignacio Garriga como líder de Vox en Cataluña, representando un «modelo bueno» de ser negro (y muy de derechas).
La complejidad de la relación pone de frente al colectivo LGTBI con una verdad incómoda: a saber, que no por ser uno LGTBI se trata inmediatamente de un sujeto revolucionario o de un ariete de la izquierda; no es cierto que en todos los casos los partidos o grupos de extrema derecha vayan a detestar a esas minorías, precisamente porque comprenden —y lo entienden también los partidos de la derecha tradicional, que cuentan hoy en día con cierto voto gay, particularmente masculino— que pueden aprovecharlas como un nicho potencial y encontrar en parte de esa población un importante caladero de votos. Ante partidos capaces de dejar atrás algunos de sus principios fundamentales con tal de ganar, y adaptarse a recipientes diversos como si casi fueran líquidos, lejos quedan las certezas de que nunca podrían apelar a alguno de nosotros.
Con esto aclarado llegamos a la segunda parte del asunto: no es sólo que la extrema derecha quiera ocupar ese espacio, sino que a veces parece que, pretendiendo hacer lo mejor, estamos desde la izquierda preparando el campo de cultivo perfecto para que lo ocupe. Uno de los resortes que se activó con la denuncia de la agresión fue una sensación generalizada de miedo, particularmente entre la población LGTBI, particularmente entre una parte de la población gay masculina, que se veía despojada de su seguridad al salir a la calle o decía que a partir de ahora buscaría los instrumentos de autodefensa para poder hacerlo sin temor a una agresión.
Nunca será mi intención aleccionar a nadie o implicar que su miedo a algo no es legítimo, pero la izquierda tiene que intentar deshacer esa imagen terrorífica que se fundamenta en anécdotas y sucesos mediáticos. El aumento en las agresiones no sólo tiene que ver con una presencia institucional de la extrema derecha, que también, sino con una sociedad que está más concienciada sobre la cuestión LGTBI que la mayoría de países de su entorno; si comparo Madrid con París, ciudad en la que vivo, sé inmediatamente que muchos barrios de Madrid me parecerán lugares más amigables y acogedores para una persona LGTBI que los sitios equivalentes para los franceses; comprendo rápidamente que la población española está mucho más concienciada de muchas cosas, que en ningún caso hay algún tipo de régimen del terror en nuestras ciudades (lo cual no quita que las agresiones existan y que la violencia sea cotidiana, o que esté aumentando).
Lo más peligroso es que si la izquierda no aparece para ofrecer esos datos e intentar apaciguar los ánimos —en fin, intentar despojar del miedo a sus ciudadanos—, si la izquierda no desmiente, sino que fomenta una visión de la sociedad en la cual cada vez se ensancha más y más el espacio ocupado por la violencia y el miedo, quienes mejor recojan los frutos de ese ambiente enrarecido de tensión será quienes siempre han sabido recogerlos: la extrema derecha. Ninguna izquierda puede permitirse que su pueblo se instale en un discurso de la hipervigilancia, del orden, de la seguridad y del castigo contra los agresores, o que piense que hay un atacante posible en cada esquina; el arma de doble filo no la empuñarán los nuestros, porque ya hay quienes saben mucho mejor —lo llevan casi en la sangre— blandir un discurso duro de seguridad, seguridad, seguridad y culpar a los inmigrantes de todos los males del mundo en base a anécdotas sin relevancia estadística o real, afirmando que la violencia, aunque no tenga relación con el género o con la sexualidad, sí que tiene un origen... en sus cabezas, racial y nacional.
La enorme mayoría de quienes sienten hoy miedo no serán quienes mañana voten a la derecha, claro, por supuesto; el problema es que el miedo y la tensión se contagian, propagándose de una persona a otra como un veneno mortal. Otra de las consignas repetidas después del desmentido de la agresión fue que la sucesión de eventos sólo desvelaba que en la mente colectiva es creíble que un grupo de encapuchados agreda de forma tan violenta a un joven homosexual.
Hay algo en ello que es normal: hace escasos meses vivimos el trauma de Samuel, y lo traumático siempre tiene sus efectos reverberantes, sus ondas expansivas. Lo que no ha de permitirse es que la herida se enquiste, dejando que el síntoma del trauma reaparezca en cada rincón, convirtiendo cada milímetro de lo real en una amenaza: lo que no podemos hacer es creernos el miedo para siempre, todos los miedos, bajo cualquiera de las circunstancias. Habrá quien se apodere de ello: no del nuestro, sino de una sociedad dividida entre el temor y los traumatizados, entre quienes consideran la reacción de los otros como una exageración y quienes no pueden —por acumulación de cosas— reaccionar de otra manera. La culpa nunca será de los heridos, pero los gobernantes no pueden dejar que el mundo se crea y se recree en sus miedos, en todos los miedos; no poder escapar de la pesadilla es la forma más certera de que la pesadilla acabe convirtiéndose en la realidad.
Comentarios
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