Dominio público

Nos pegan

Carla Antonelli

Activista trans / Diputada del PSOE 2011-2021

Nos pegan
Manifestantes gritan consignas durante la concentración convocada por diferentes asociaciones LGTBI+ para denunciar la pasividad de las instituciones madrileñas ante la ola de agresiones que sufren, este sábado en la Puerta del Sol de Madrid. EFE/ Víctor Lerena

"¿Evitas acudir a ciertos lugares para no ser víctima de un delito de odio o incidente discriminatorio?"

 No parece esta la pregunta más espinosa que nos podríamos hacer en los tiempos que corren. Podría decirse que sugiere prudencia, como un consejo de un padre preocupado. Podría decirse que plantea un escenario de decisión evidente, un coste de oportunidad cotidiano. Como quien duda entre subir las escaleras o coger el ascensor.

Ahora, volvamos a leer la pregunta. Despacio.

La he extraído del Informe de la Encuesta sobre delitos de odio 2021 del Ministerio del Interior. Un documento oficial cuyas grandes cifras han sido desgranadas por medios, representantes públicos y colectivo LGTBI durante estas convulsas semanas.

He seleccionado ésta por la dimensión que atraviesa: la cotidianidad.

La traigo aquí por las implicaciones de sus resultados: solo un 18,76% han respondido "nunca". Un 38,67% asegura que "puntualmente", un 27% "habitualmente" y un 15,56% "siempre".

Eso significa que en España, democracia europea del siglo XXI y faro mundial de derechos y libertades, en esa misma España, ocho de cada diez personas piensan cada día en formas de esquivar situaciones de odio y discriminación. Ocho de cada diez personas tienen que calcular si les compensa cruzar cierta calle si su piel no es blanca o cogerse de la mano con su pareja del mismo sexo en según qué restaurante.

Ocho de cada diez personas están hoy en alerta permanente.

¿No era Madrid la capital del Orgullo LGTBI y la tierra de la libertad? ¿No era Canarias el orgulloso puente de culturas y continentes? ¿No era España el faro mundial del feminismo?

La respuesta es sí. Y no. Porque los avances conquistados son indiscutibles, pero no inexpugnables. Porque el puñetazo de una noche tiene la fuerza de devolver a miles de personas al armario. Y un insulto en el vagón del metro puede amedrentar los acentos de una ciudad cosmopolita.

No lo digo desde el lamento. Me quejo desde la supervivencia. Porque la experiencia vigilante es agotadora. Quienes hace 44 años nos secamos la sangre de los labios partidos por el franquismo y sus herederos, presenciamos hoy atónitos el clima de hostilidad, la violencia en el aire y en los discursos, el acoso en muchas redes y en algunas bancadas.

Me cuesta creer lo que estamos viviendo. Me cuesta aceptar lo que nos están haciendo.

Y es que nos pegan.

Nos pegan por ser. Por caminar pisando fuerte y sin pedir permiso.

Hay una minoría rabiosa que está contaminando nuestra democracia. Y digo minoría porque sé que la inmensa mayoría de la gente, a un lado y a otro, cree en la democracia y en el respeto. Pero esa minoría reaccionaria, envalentonada por el discurso de odio, nos está jodiendo la vida. Nos está jodiendo la democracia.

Lo importante ahora es que no nos confundan. Que no nos distraigan con el ruido y los ladridos. Lo importante ahora es que estemos unidos. Todos, todas y todes: colectivos LGTBIQ, comunidad migrante y racializada, mujeres, feminismo, personas con discapacidad, aliados demócratas y defensores de los derechos humanos.

Sin complejos y con argumentos. Porque una denuncia falsa no es una vía de agua: es una prueba de fuego. Demuestra que el sistema es garantista y detecta los fallos a tiempo. Refuerza y relegitima las más de 700 denuncias verdaderas que constituyen el verdadero escándalo.

Y porque ya nos conocemos. Hay quienes intentan sobrerrepresentar las denuncias falsas por violencia de género porque no quieren acabar con lo que perpetúan: el machismo. Son los mismos que intentan demonizar a las personas trans o deconstruir la lucha histórica del colectivo LGTBIQ, para dividir, en la huera esperanza de asestarnos el golpe definitivo. Los que criminalizan a niñas y niños extranjeros no acompañados, solo para crispar a las familias trabajadoras, porque así enfrentan a las bases electorales de la izquierda.

Polarizan, porque es lo único que saben hacer. Porque se alimentan del conflicto y el caos. Son responsables subsidiarios de la escalada de agresividad. Y son cómplices intelectuales de quienes nos pegan.

Ellos saben quiénes son. Y nosotros sabemos dónde y cómo frenarlos: en las calles y en las urnas, en el metro y en los bares, en los podcasts y en la tele, en el centro y en la periferia. Denunciando aún más y protegiéndonos aún mejor.

Siendo, cuidando y viviendo. Defendiendo nuestro derecho radical a habitar los lugares, no a evitarlos.

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