Me entrevistaron en un periódico de derechas cuando tenía dieciséis años. Les dejo por aquí una de las lindezas que ya entonces tenía que leer y soportar: "A nadie le interesan las cochinadas que le guste hacer a este engendro desde los orificios de su deforme cuerpo: esto no debe trascender su mugrienta habitación". Dieciséis años, pues, y ya había salido en un par de medios, que se interesaron por mí cuando participaba en algunas de las organizaciones que lucharon por una "ley trans" autonómica en la Comunidad de Madrid, al ser yo una de las primeras menores de la Comunidad en pasar por un tratamiento con bloqueadores.
Te acostumbras muy pronto a que en redes aparezca fácilmente la palabra engendro, a ser monstruosa, a que un sector de la población dictamine que no eres humana. Ni siquiera te sorprende cuando viene por parte de un sector muy escorado a la derecha: las cosas son así, te dices, y acabas naturalizándolo.
Hace ya tiempo que es imposible decir que la situación sea la misma. La trinchera desde la cual surge hoy la mayor parte del acoso y derribo contra personas trans no es la de la extrema derecha, sino la de un sector reaccionario que se disfraza alternativamente de feminista o comunista. En Twitter son siempre las mismas cuentas, con las garras bien afiladas, preparadas desde hace meses para responder a cualquier tweet en el que mencione las palabras trans, mujer, feminismo o incluso banalidades como merienda.
En estos últimos tiempos ya ni siquiera hace falta que mi tweet contenga palabras, porque verme la cara es motivo suficiente como para arder en deseos de lanzar bilis, acusarme de querer "exhibirme en baños femeninos delante de niñas", compararme con pederastas y pedófilos o insinuar, como en su día hizo Janice Raymond, que todas las mujeres trans violamos con nuestra existencia el cuerpo de las mujeres. El catálogo de insultos es muy amplio y no merece ser aquí expuesto. Convivo con ello todos los días. A veces no me entero, otras sí; a veces es más fácil abstraerme e ignorar lo que me dicen, otras no tanto.
En otras ocasiones me he dirigido a quienes han podido tener dudas respecto a la "ley trans" o lo queer, y lo he hecho asumiendo que el diálogo era posible, siempre y cuando no partiera de una aproximación desde el miedo, el asco, el odio o la rabia. La filósofa Luisa Posada Kubissa tiene mi más profunda admiración desde que declaró en público, tras haber leído mi ensayo Después de lo trans, que agradecía la discusión y observaciones que yo aportaba allí sobre su último libro, dándome la enhorabuena desde el desacuerdo. Pero creo que hoy es necesario hasta dirigirme a quienes insisten día tras día en insultarme. Hacerlo, más aún, con ese ánimo tan cristiano de poner la otra mejilla, al considerar que ni su maldad es invencible ni les quedarán algún día razones para perseverar en ella.
No tengo la menor intención de otorgarle a mi vida una importancia que no tiene. Por suerte, he podido llegar a un grado de asimilación tal que me permite olvidarme muchas veces del hecho de que soy trans, y hacer muchas cosas sin tenerlo demasiado presente; no tengo ni tienen tantas otras mujeres trans intención alguna de forzar a nadie a tener sexo, ni deseo de querer acostarme con quien me odia. Vivo en calma cuando olvido que en las redes mi existencia es suficiente como para desatar una marabunta de veneno. No he experimentado un solo drama perverso en los cuartos de baño; prefiero, con mucho pudor, los cubículos cerrados, y no llego a comprender el muñeco de paja según el cual hombres en falda aparecerían por allá para enseñar sus partes. Considero que no borro a nadie por existir. Tengo pareja, dos gatos, soy humana; no es mi vida continuada una reivindicación cotidiana de la teoría queer, aunque quizá no tuviera nada de malo si así fuese. Cocino, lavo los platos, trabajo escribiendo.
Estoy segura de que las personas que escriben día tras día ataques, vejaciones, calumnias y mensajes degradantes contra mí también tienen familia, en ocasiones pareja y, en consecuencia, muchos momentos de ternura. Supongo que de vez en cuando se encuentran con alguna dificultad, algo muy difícil, y se derrumban. Pienso que ninguna de las emociones humanas que yo experimento les es ajena, y que nuestras diferencias, por lo tanto, jamás serán demasiado abismales. Sé, o al menos quiero pensar, que no serían capaces de escupirme los insultos que utilizan en redes a la cara. Prefiero creer en la hipocresía que en la rabia.
Querría decirles a esas personas que no merece la pena malgastar tanto tiempo y energías en responder a la cuenta que has escogido como objetivo de tu odio, igual que me digo a mí misma que no merece la pena leer sus respuestas. Me gustaría poder calmar los ánimos y pensar, sin temblores, en el desmentido lento, en aclarar dudas. Me pregunto a veces cómo se puede ser capaz de tanta crueldad, pero trato de decirme, para entender mejor, que en ciertas dinámicas de grupo (que otorgan a los individuos una identidad, un clan al que pertenecer) yo también podría alcanzar esas cotas de barbarie.
Imagino que su deshumanización es tan humana como lo son el resto de sus reacciones. Estaré dispuesta a perdonar sus insultos y barrabasadas. Trataré de no guardar rencor a quien hoy me escupe. Con el convencimiento de estar en el lado bueno de la historia, capaz de defender vidas, capaz de defender derechos, querré no ser hostil ante quienes tarden un poco más en llegar a esta orilla. Justificaré en mi cabeza sus conductas, sabiendo muy bien que es lamentable justificarlas. Y seguiré intentando que vean su gravísimo error moral, su ausencia de empatía, su incapacidad para ponerse en la piel del otro, aunque eso implique tener que ponerme yo en la suya. No odiaré a quienes me odian y aguardaré para vivir yo tranquila. E insistiré, al final, en decirles: no suponemos una amenaza, ni responderé al odio con más balas, ni leerán nunca que yo escriba reflejando su propia voluntad violenta.
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