Dominio público

El corazón tenebroso de la guerra

Javier Azpeitia

JAVIER AZPEITIA

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¿Qué tipo de nostalgia doméstica lleva a una mujer cualquiera a desear hacerse, para el álbum familiar, una foto sonriendo delante de los cuerpos de enemigos presos, desnudos y amontonados como basura? ¿Qué tipo de anhelo expresivo lleva a un hombre cualquiera a componer una naturaleza muerta clavando el cadáver de un enemigo a una mesa y colocando al lado la cabeza decapitada de su hija, con los ojos previamente arrancados y depositados en un vaso? La indignación que nos provocan hechos tan conocidos como los que reflejan las fotos de los carceleros estadounidenses de Abu Ghraib, o como los que narran la escena macabra con que se dio de bruces un soldado de 19 años en un subterráneo de la población croata de Vukovar, es una indignación lamentablemente estéril y sin destino, al menos mientras no sepamos responder a esas preguntas.

Siempre nos resulta sencillo entender el dolor de las víctimas, ponernos en su piel, solidarizarnos con su sufrimiento, pero lo que nos repugna sobremanera es la posibilidad de ponernos durante un solo instante en la piel del verdugo sonriente. Su actitud nos parece inhumana, preferimos rechazarla y despreciarla, sin más, a plantearnos su sentido. No es extraño, en realidad, porque si nos detenemos un momento a meditar en ello nos daremos cuenta de una verdad tenebrosa: lo que un hombre hace cualquier otro puede repetirlo. La pregunta de la que huimos cuando vemos la fotografía o leemos el relato de alguna de estas frecuentes carnicerías es terrible, pero tal y como están las cosas deberíamos empezar a formulárnosla con cierta insistencia: ¿sería yo capaz de hacer algo así con un enemigo, con el cadáver de un enemigo?

Para evitar la tentación de responder sin pensar, aconsejo la lectura de la obra El cadáver del enemigo, del historiador italiano Giovanni De Luna, que estos días publicamos quienes formamos 451 Editores. En ella se hace un recuento tan serio como desolador de los usos de los cadáveres en las guerras contemporáneas, desde principios del siglo XX hasta Afganistán e Irak: el cadáver del enemigo como arma arrojadiza, como advertencia o amenaza, como trofeo de caza, como simple juguete.

Hay que agradecer a De Luna que haya acometido la tarea de escribir este libro: por soportar el fango de las fotografías y documentos que se ha visto obligado a manejar, por la objetividad sin partidismos con que analiza en cada caso ambos bandos contendientes (el intensísimo capítulo sobre nuestra Guerra Civil es buen ejemplo de ello), por huir con una prosa medida de prácticas tan comunes hoy como la indignación vociferante, la moralina elemental y vacua o la morbosidad. Como muestra, he aquí uno de los párrafos que conforman sus devastadoras conclusiones:

"Decapitar, cortar los miembros y exponerlos a modo de botín, arrancar los ojos para desfigurar la cara e inyectar las órbitas de sangre o sencillamente patear el cadáver que todavía yace en el suelo u orinarle en la boca con el fin de humillar al enemigo muerto son prácticas que se repiten con obsesiva frecuencia en todos los frentes de las guerras contemporáneas".

El cadáver del enemigo es uno de esos escasos libros cuya lectura debe interrumpirse de vez en cuando para pasear y despejar la mente, para tomar aire fresco antes de volver a sumergirse en ella. Y deja al final, además de un buen puñado de preguntas, el inevitable vacío, la resaca nihilista que nos provoca siempre un paseo con vistas al lado más oscuro de nuestra naturaleza.

Quizás lo más importante, tras acabar la lectura, sea eso: digerir la realidad, asumir esa dimensión escondida de nuestra especie como un componente más de lo que somos. Es posible que entonces estemos en disposición de empezar a exigir explicaciones y responsabilidades a quienes fomentan la guerra o participan en ella, tanto a los soldados rasos, a los que a veces exculpamos por su supuesta ‘obediencia debida’ como si fueran niños (por desgracia, a menudo lo son), como a los responsables civiles y militares. Y puesto que la guerra ya no se declara, y desde hace muchos años no ha aparecido contendiente alguno que no afirme que sólo está defendiéndose de un enemigo hostil, habría que empezar a exigir que se demuestre, al final de cada guerra, que la defensa ha sido una verdadera defensa, y no exactamente lo contrario.

No resulta verosímil que haya otra forma de acabar con la violencia carnicera que se desata inevitablemente en las guerras que la de aplicar estrictamente la justicia después de cada batalla, tanto a los vencidos como a los vencedores, e intentar establecer equitativamente la cadena de responsabilidades de los actos que atenten contra la normativa internacional. Si eso se hiciera, si a causa de su evidente presunción de criminalidad se llevara ante tribunales internacionales a los responsables de cualquier acto bélico, ¿qué político se atrevería a dar la orden de defender su país invadiendo otro?, ¿qué militar firmaría el bombardeo de una ciudad?

No soy tan inocente como para pensar que algo así sea posible: nada más lejos de los planes de cualquier programa político real de la actualidad. Lo terrible no es que con las guerras se destape tan frecuentemente el carnicero que llevamos dentro. Lo terrible es que ni siquiera en las democracias nos sintamos responsables de ello. Giovanni De Luna establece en su obra relaciones inquietantes: la relación que existe entre un niño tirando piedras a un tanque y un joven con un cinturón de bombas atado al pecho, por ejemplo. Podemos apagar la televisión, simplemente, cuando el niño que lanza piedras se encuentra a miles de kilómetros, pero deberíamos haber aprendido que, cuando el joven estalle en pedazos, la cosa se puede complicar. Dependiendo, claro, del apacible escenario que elija para hacerlo.

Javier Azpeitia es escritor y editor. Su última novela es Nadie me mata

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