Dominio público

La nueva realidad social

Toni Ramoneda

La nueva realidad social

 

Toni Ramoneda

Doctor en Ciencias de la Comunicación

Ilustración de Enric Jardí

El 16 de octubre pasado, tras unas primarias que lograron movilizar a más de tres millones de ciudadanos franceses, François Hollande fue elegido candidato socialista para las elecciones presidenciales de la primavera de 2012. Un día antes, habitantes de todo el planeta se habían manifestado para reclamar mayor visibilidad política. Ambos acontecimientos tienen en común la reivindicación de la ciudadanía como valor político y, en cierto sentido, contribuyen a la creación de un nuevo tipo de realidad social.
El filósofo americano John. R. Searle escribió a mediados de los noventa un libro titulado precisamente La construcción de la realidad social en el que explica cómo los humanos damos vida a nuestras instituciones mediante el uso del lenguaje. El ejemplo más clásico de su teoría es el dinero: no hay nada en un billete, en una moneda (ni siquiera en una moneda de oro), nada, absolutamente ninguna propiedad particular, que lo convierta en riqueza. Lo que ocurre es que nos hemos puesto de acuerdo sobre el valor que le atribuimos a un tipo de metal y a ciertos trozos de papel y lo hemos hecho gracias a nuestra capacidad para utilizar el lenguaje. Para llegar a este acuerdo en torno al valor del dinero hemos tenido que interiorizar enunciados del tipo: "Le compro una barra de pan mediante mi dinero". A fuerza de repetir esta acción y de que, en efecto, funcione (doy dinero y me dan pan), el dinero se convierte en una institución: es un hecho real que nos autoriza a pronunciar la siguiente frase: "El dinero es riqueza".
Según este mismo principio, los principales países europeos decidieron dotarse, después de la Segunda Guerra Mundial, de herramientas capaces de aportar prosperidad y seguridad al continente. Los países europeos, igual que las personas hemos hecho durante siglos con la barra de pan, empezaron a propagar un tipo de discurso particular: "Pagamos nuestras deudas mediante nuestra deuda", y poco a poco, tanto en las élites políticas e intelectuales como en la sociedad civil, se creó una realidad consensuada, tan robusta como la que sostiene la creencia entorno al valor del dinero, según la cual "la deuda es riqueza". Esta realidad la hemos creado entre todos (aplaudiendo las políticas de apoyo al consumo, suscribiendo hipotecas y préstamos para el consumo, invirtiendo en fondos de pensiones, etcétera), y ahora, sin embargo, el enunciado parece que ha dejado de ser creíble. De golpe y porrazo, toda una realidad se ha derrumbado y resulta que la deuda ya no es riqueza.
En Europa, además, el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial y la terrible inflación alemana de la preguerra, hace que el Banco Central Europeo se obsesione en que el dinero no pierda su valor. Una situación de inflación desmesurada es, a fin de cuentas, una situación en la que el dinero también deja de ser riqueza. Así, al tiempo que la deuda ha dejado de ser una riqueza, las instituciones económicas europeas temen que el dinero pudiera también dejar de serlo. Este doble cuestionamiento de la realidad institucional provoca entonces lo que llamamos una crisis sistémica: todas las instituciones (desde las políticas hasta las económicas, pasando por las educativas) se sustentan en el postulado según el cual nuestro sistema económico debe crear riqueza, y resulta que nos encontramos ante una situación en la que, precisamente, no sabemos lo que significa esta riqueza: nuestra realidad social ha cambiado.
La derecha neoconservadora está proponiendo desde la década de los ochenta un programa político según el cual la riqueza es la rentabilidad. Hasta la crisis de la deuda de 2008, este programa convergía con la opción socialdemócrata en torno al valor de la deuda: para unos la deuda era económicamente rentable y para los otros socialmente beneficiosa. Pero la llamada segunda revolución neoconservadora ha dado una nueva vuelta de tuerca a la relación entre beneficio social y beneficio económico, de manera que ya no es posible identificarla con la frase "la deuda es riqueza" sino que se ha transformado en "la rentabilidad es riqueza". Ello supone, entre otras cosas, un cambio de escala temporal, puesto que pasamos del largo plazo de la deuda a la inmediatez de la rentabilidad.
Por eso es interesante la decisión tomada en Francia por el Partido Socialista en un momento en que ciudadanos de todo el mundo salen a las calles para denunciar una realidad que ha perdido su sentido. En un momento, en suma, en que los ciudadanos oponen a la opción neoconservadora el enunciado "nosotros somos la riqueza". La novedad de esta proposición reside en que nosotros ya no significa (o no quiere significar) tal o cual partido, tal o cual clase social, sino el conjunto de los ciudadanos. De ahí que las primarias del Partido Socialista fueran abiertas y no limitadas al partido. Esta riqueza social ya no es el tercer estamento de la revolución francesa o el proletariado industrial, sino que engloba, potencialmente, a todos los ciudadanos. Sin embargo, contentarse con ello es aceptar el grito populista. "Nosotros somos la riqueza" es un hecho institucional que hay que recordar continuamente porque, si no, corre el riesgo de desaparecer; pero, como el dinero, abusar de él puede conducir a su inflación. Por eso, cuando un partido político moviliza a millones de ciudadanos, está en la obligación de proponer un discurso nuevo acorde con esta realidad política. Pero también por eso, los movimientos globales no pueden olvidar que, además de sus propuestas y de sus acciones, existen también instituciones políticas nacionales y locales: la articulación de ambos procesos, esta es la nueva realidad social.

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