Lo juro: más allá de los bulos de la ultraderecha hay otras granjas. No tienen que ver con cerdos u otros animales encerrados y explotados, ni son utilizadas como munición electoral por parte de partidos que llevan su condena en el programa y luego, en público, se hacen los sordos y se convierten en fariseos. Los de estas otras granjas son expertos en el incordio, la pesadez, el ombliguismo y la obsesión. Y son tan malas para el medio ambiente como las otras. Existe tal cosa, en fin, como las granjas de criptomonedas, donde muchos ordenadores se dedican a una actividad de minería. Todo en este criptomundo suena a actividad industrial o ganadera, a feliz producción y utilización de recursos, pero tras las metáforas bonitas no hay más que un culto a lo inútil; luego, a través de lo inútil, un culto a la estupidez humana.
Ahorraré al lector las explicaciones sobre el mecanismo para minar criptomonedas o los presuntos beneficios de resolver complejísimas operaciones matemáticas a través del blockchain. Lo que el lector tiene que saber, más allá de lo que le vaya a vender el próximo criptofriki de tres al cuarto, es que ninguna de estas operaciones tiene hoy mucha utilidad. Podría tenerla, pero el sueño de una moneda descentralizada queda, por su falta de reconocimiento, muy, muy lejos; también queda muy lejos por una pequeñísima cuestión legal, que tiene que ver con la dificultad para controlar en los sistemas de criptomonedas el fraude, el blanqueo de capitales o el comercio de bienes ilegales. Son, en potencia, una expansión total de la economía sumergida. Son, para mi consideración, un peligro. Entre otras cosas, para el planeta: la energía anual que se necesita para producir bitcoins en esas tecnogranjas ya supera a la energía que consume en un año Argentina. No es poco.
Al asunto de los bitcoins y de las monedas se le ha unido en los últimos tiempos la cuestión del arte. Son los NFTs, o non-fungible tokens, el equivalente, a través de otra complejísima operación matemática, de los papelitos que uno puede comprar y que dicen que posee una estrella en tal parte del cielo. Ahora los inversores en NFT, que son poquísimos, pero se creen una masa, se compran imágenes horrendas de monos abominables, se divierten entre ellos y creen estar inventando el nuevo giro copernicano de la web 3.0: el Internet de la propiedad sobre las cosas, la extensión definitiva de la propiedad privada al terreno de lo virtual. En concreto, la propiedad virtual de un JPG, que cualquiera puede descargarse; la financiarización y conversión de imágenes digitales en objetivos de especulación y estatus.
A mí me gustaría que los criptofrikis, con sus tecnogranjas, admitieran que lo suyo tiene mucho más de arte que de negocio; como licenciada en disciplinas como la filosofía y las letras, respeto lo que hacen, pues lo mío también es un culto de lo inútil, pro bono publico, pero al menos tiene más aplicaciones a la realidad. Lo suyo es un supremo ejercicio de parnasiano; si no fuera deshonesto, pensaría de ellos que son hasta admirables, ingrávidos en su empeño por pagar dinero para decir que poseen cosas que están al alcance de cualquiera en unos cuantos clicks. No son dinámicas que no existen ya en la humanidad, pero en el mundo cripto alcanzan su apogeo.
Me acuerdo de que Spike Lee en su momento dirigió un anuncio lleno de gilipolleces. Decía, con imágenes de todas las minorías habidas y por haber, que el dinero viejo era lo peor del mundo, una máquina de opresión, una bota sobre el cuello de los famélicos. El dinero nuevo, en cambio, suponía una revolución digital capaz de emanciparnos a todos. Nos emanciparía con su ausencia total de regulaciones, su empuje "desde abajo" y otras tontadas. Fue un poco triste ver en esas al director de Malcolm X, pero ya sabemos lo que dice el adagio de otra película de superhéroes un poco derechona: o mueres siendo un héroe o vives lo suficiente como para verte convertido en uno de los malos. No, el bitcoin no salvará a ningún pueblo oprimido, ni la liberación llegará a través de los maricoins; si el uso de estos últimos se convirtiera en mayoritario, cosa que no sucederá, porque la población no es imbécil y esa moneda es inútil, yo abjuraría inmediatamente de la bandera arcoíris.
Se preguntará algún lector: a mí, que no he oído hablar de eso en la vida, ¿por qué han de importarme estas historias y criptofrikadas? Le responderá al lector la sucursal española de lo friki, o sea, el partido Ciudadanos, cuya portavoz económica ha dirigido una pregunta al Congreso... sobre el impacto de los disturbios en Kazajistán en el mercado mundial de criptomonedas. Ha pedido que España sea un destino seguro de la minería de criptomonedas. O sea, de esas tecnogranjas masturbatorias, del gran culto de lo inútil... sabiendo que se trata de estructuras con un consumo energético desmedido en un momento en el que el precio de la luz anda desbocado. En Estados Unidos es un tema importante; en España, dentro de poco, será al menos un tema. Para entonces, tendremos que ser capaces de entender un poco lo que está pasando, con tal de poder señalar que el rey cripto-monkey-NFT-blockchain está desnudo. Lo necesario es que a la izquierda nadie pueda acusarla de ignorancia. El mensaje: entendemos lo que son los criptoactivos. Y, precisamente porque lo entendemos, no forman parte del mundo que deseamos.
Comentarios
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