IGNACIO MURO BENAYAS
La percepción de que, a pesar de los esfuerzos realizados, se está perdiendo la batalla contra la violencia machista se instala en la sociedad. Pero no es así exactamente. Mientras los datos parecen confirmar la efectividad de la movilización social entre las nacidas españolas, cuyas cifras se mantienen entre un 20 y un 30% por debajo de los sufridos en 2003, el drama se traslada más intensamente a las inmigrantes, que han triplicado el número de víctimas incrementando su peso, hoy del 40%, en este macabro ranking.
En la sesión de investidura Rajoy exigía a Zapatero resultados. Si en las pasadas elecciones el PP había tratado de criminalizar la inmigración, vinculando el incremento de los delitos al origen extranjero de los agresores, la izquierda no puede caer en el error contrario de ocultar el origen de las víctimas por violencia de género. Precisamente, cierto igualitarismo estadístico, reflejo de lo que se entiende como lo políticamente correcto, ayuda a desenfocar el problema olvidando los rasgos singulares de cada colectivo. Y genera la impresión de haber fracasado en los diagnósticos y las medidas, cuando no es así.
Seis de cada diez inmigrantes muertas por violencia machista tienen origen en África o Latinoamérica, continentes donde son especialmente frecuentes ese tipo de crímenes. Si en África las agresiones a la mujer se han convertido en un arma utilizada en los múltiples conflictos étnicos, la violencia sexista es un problema endémico en Latinoamérica. En México fueron asesinadas, en el año 2005, 6.000 mujeres. En Guatemala, con 12 millones de habitantes, lo fueron 400 mujeres en 2006, con un porcentaje mínimo de casos resueltos. En los barrios pobres de Ecuador el 60% aseguran sufrir o haber sufrido violencia por parte de su pareja. En el resto de países la solución no es muy distinta.
Según el Banco Interamericano de Desarrollo, BID, la violencia doméstica, sin incluir los costos policiales, judiciales y de salud, significa del 1,6% al 2% del Producto Bruto, cifra que casi duplica la inversión en salud en diversos países de la región. El mismo banco señala una fuerte correlación entre pauperización y violencia. El Banco Mundial estima, por su parte, que uno de cada cinco días de trabajo que pierden las mujeres se debe a este problema y que afecta, gravemente, a la productividad.
El 40% de los crímenes machistas producidos en España corresponden a inmigrantes que proceden de realidades muy diversas y duras. Su vida aquí conserva algunos de sus déficits culturales de origen y añade otros. Conforman colectivos muy diferentes –rumanos, ecuatorianos, senegaleses, marroquíes, etc.– aislados entre sí por diferencias culturales o lingüísticas, con estancias de pocos años entre nosotros, viviendo en condiciones precarias o sumergidos en infraviviendas. Es iluso pensar que una situación así pueda abordarse con el mismo paquete de medidas que sensibilizan a las españolas o que las campañas de comunicación oficiales puedan contrarrestar una situación de origen tan compleja.
Hace algunos meses una inmigrante fue expulsada, en 24 horas, simplemente por acudir a una comisaría a denunciar a su pareja. No tenía papeles. Casos como este confirman que los diagnósticos, plazos y medidas deben ser muy diferentes y que su solución sólo es posible de la mano y a los ritmos que se produce su integración social. La solución a la violencia machista es aquí una derivada de la inclusión social. Y aunque merezca ser abordada con idéntica urgencia con independencia de su país de origen, creencias o raza, el tiempo para solucionarla será necesariamente distinto, tan largo como el de su plena integración.
El camino es el iniciado y sobre él hay que persistir, incrementando dotaciones y esfuerzos si cabe, que siempre cabe. Pero es importante no transmitir desánimo a la sociedad. Abordar el problema común de las mujeres en toda su magnitud significa, en la España de hoy, abordarlo en toda su diversidad. Y ello exige segregar los análisis. El drama de las mujeres españolas es que siguen siendo objeto de las agresiones de sus parejas a pesar de las medidas que la sociedad está poniendo a su servicio. Pero el de las mujeres inmigrantes tiene rasgos especiales. La igualdad requiere, precisamente, tratar desigualmente lo que es desigual de origen.
La multiculturalidad tiene una expresión social que no se cura con un contrato de integración, como prometía el PP. Implica abordar en cada momento los tratamientos más adecuados a cada problema concreto. La sociedad española merece ser consciente de la larga tarea que tiene por delante. Y que no se la confunda en el análisis.
Ignacio Muro Benayas es economista y secretario de ASINYCO, Asociación Información y Conocimiento
Ilustración de Gallardo
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