A la hora de abordar la perspectiva de Rusia, debemos considerar que comprender a otros, sobre todo cuando se perciben como adversarios o enemigos, no es un ejercicio fácil ni cómodo. Quisiera dejar muy claro que comprender a la otra parte no implica legitimarla, ni confirmar de sus argumentos, ni mucho menos darle la razón. No obstante, para gestionar un conflicto sin que las opciones se limiten a someter o destruir al contrincante es imprescindible identificar cuáles son sus motivaciones, pudiendo así encontrar argumentos que contrarresten los suyos y propuestas que le persuadan de cambiar su política por iniciativa propia.
Recordemos que Rusia aún es un país muy condicionado por siglos de zarismo y sobre todo por los 70 años comunistas, no habiendo terminado su transición ni en lo político ni en lo económico ni en lo cultural, lo que determina poderosamente su presente. Durante la crisis terminal de la URSS sufrida en los últimos años 80, los de la conocida perestroika, el país se debatió entre dos proyectos. Por una parte, el del presidente Milhail Gorbachov, Premio Nobel de la Paz y autor de obras como La casa común europea, Hacia el porvenir pacífico de nuestro planeta y Mandato por la paz. Gorbachov planteaba una serie de reformas que pretendían convertir a la Unión Soviética en una socialdemocracia que conviviese armónicamente con los Estados del bienestar de la UE en una casa común que fuese desde Portugal a los Urales. Por otra parte, su rival, Boris Yeltsyn, representaba un proyecto nacionalista, conservador y autoritario en lo político, a la vez que ultraliberal en lo económico.
Occidente negó apoyos y créditos a Gorbachov, decidiendo apostar por el dipsómano Yeltsyn, quien llegó a bombardear el parlamento ruso porque se oponía a que estuviera extralimitando sus decisiones más allá de lo establecido en la Constitución. Todo ello sucedió con el silencio cómplice de Washington, Londres, París, etc., quienes se felicitaban de que Yeltsyn hubiera propiciado el fin del comunismo y la desaparición y división del antiguo imperio ruso, cuyas fronteras había heredado la Unión Soviética, que quedó fragmentada en 15 nuevos estados independientes en 1991. En lugar de en una democracia europea, la nueva Rusia se convirtió en un país empobrecido bajo un presidente despótico. Ello pareció a Occidente una cuestión menor, sobre todo porque suponía que aquella Rusia en ruinas dejaba de ser un peligro para Occidente después de casi medio siglo de Guerra Fría. Incluso el que Yeltsyn fuera un personaje histriónico y de modales ordinarios, se veía desde Occidente como algo anecdótico y divertido, pues en el fondo lo decadente de Yeltsyn simbolizaba la venida a menos de su otrora formidable enemigo comunista.
En 2000 le sucedió en el poder Vladimir Putin, quien se había formado profesionalmente en la KGB con la firme convicción de que Rusia era y debía ser una superpotencia mundial. Putin continuaría y perfeccionaría la línea nacionalista y autoritaria marcada por su predecesor, aunque en su caso mostrando una imagen pública de absoluta sobriedad y corrección. En 2005, Putin declararía que la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX no fue la Segunda Guerra Mundial, sino la caída de la URSS. Lo dijo precisamente porque aquello supuso la desaparición de Rusia de la élite política mundial, pasando a ser una potencia de segunda fila. Pese a sufrir graves reveses en sus primeros años, como el hundimiento del submarino Kursk o acciones del terrorismo checheno que dieron la vuelta al mundo, Putin inició un proyecto político a largo plazo para que Rusia recuperara su estatus perdido. En primer lugar, sometió a la oposición, silenció a los disidentes –recurriendo con frecuencia a la prisión o los envenenamientos-, utilizó el palo y la zanahoria con los oligarcas, y no dudó en arrasar Grozni, la capital de Chechenia, con tal de acabar con su independencia de facto. El apoyo de Putin a la invasión de Afganistán en 2001 hizo que Occidente hiciese la vista gorda con la salvaje campaña chechena, que Putin vistió hábilmente de operación en línea con la guerra contra el terror promovida por EEUU.
En política interior, Putin supo leer perfectamente la mentalidad rusa para promocionarse como líder guardián de sus valores nacionales. Mediante una campaña propagandística permanente de exaltación de sus virtudes como estadista astuto, inflexible y dotado de una masculinidad espartana, logró sumarse a la lista de hombres fuertes, padres de la nación, a que están habituados en su país, desde los zares a Lenin o Stalin. Desde ese liderazgo se ha mostrado como el gran protector de la idea de Rusia que comparten la mayoría de sus ciudadanos: conservadora, creyente y patriota frente a un Occidente considerado en decadencia moral, ateo, materialista, individualista, promotor de la homosexualidad y el aborto y empeñado en destruir Rusia, el país de la santa Moscú, la tercera Roma. Esto nos ayuda a entender lo preciso y estudiado, por ejemplo, tanto del discurso de Putin del pasado día 17 como de su alocución en el estadio Luzhniki un día después, en los que citaba la Biblia, la purificación de Rusia contra traidores e ideas indeseables, y cómo la operación especial en Ucrania reforzaba la sagrada unidad del pueblo. Nada de esto son ocurrencias de Putin y su aparato propagandístico, sino elementos muy presentes en la cultura política, la academia, la prensa, la Iglesia y el imaginario colectivo popular de Rusia. Tal mentalidad considera además que todos los rusos, incluidos los bielorrusos y los pequeños rusos o ucranianos son una sola nación, de modo que Ucrania y Bielorrusia son Estados ficticios acosados tanto por liberales extranjeros como por la extrema derecha de estos países para volverlos contra Rusia, en la que deberían reintegrarse tras haber formado parte de la misma durante siglos. Además, esta línea de pensamiento ha gozado del soporte de conocidos intelectuales rusos del último siglo, desde los clásicos Ivan Ilyin y Lev Gumilyov hasta los vigentes Aleksandr Dugin y Andrei Fusov.
En cuanto a la recuperación del estatus de superpotencia internacional para Rusia, ésta planteaba un enorme desafío para Putin. Es indudable que Occidente aprovechó la debilidad de Rusia en la década de los 90 para ahogarla definitivamente como posible rival militar: en el oeste, todos los antiguos países satélites de la URSS y algunos más pertenecientes al mundo eslavo, como Croacia, Eslovenia y Montenegro, se unieron a la OTAN, junto a las tres repúblicas exsoviéticas del Báltico. De este modo, EEUU lograba situar sus tropas en la frontera europea con Rusia. Su flanco este quedaba controlado con las bases militares estadounidenses de Corea del Sur y Japón. Al sur, Turquía es miembro de la OTAN y Georgia candidata, a la vez que las ocupaciones estadounidenses de Afganistán e Irak completaban el cerco, pues al norte ya solo hay mares helados. Además, la OTAN insistía en la creación de un escudo antimisiles que hiciera inútil el arsenal nuclear ruso, y realizaba maniobras militares ocasionales cerca de la frontera de Rusia. El estrangulamiento de la esfera tradicional de influencia rusa continuó mediante las revoluciones de colores en varios países clave de su periferia, como Georgia (2004), Ucrania (2004) y Kirguistán (2005). Todos ellas tenían el fin común de cambiar sus gobiernos por otros afines a EEUU y la UE, contando con su apoyo financiero, mediático e ideológico.
Como es natural, la distancia entre la autopercepción de Rusia como gran potencia y el imparable avance occidental a su alrededor, amenazando con hacerse incluso con países no ya eslavos sino rusófonos, caso de Ucrania y Bielorrusia, creó un sentimiento de urgencia defensiva y revanchismo que Putin representa a la perfección. Para Occidente, la descomposición de la URSS y el posterior acorralamiento de Rusia debían aislar, debilitar y someter definitivamente a su antiguo enemigo durante la Guerra Fría. Empero, tal política ha terminado creando resentimiento y un efecto boomerang, cocinados a fuego lento, del que la invasión de Ucrania ha sido el último episodio. Así, las acciones militares en Georgia (2008) y sobre todo en Siria, Crimea y el Dombás (2014), fueron celebradas en Rusia como los primeros éxitos en el exterior después de un cuarto de siglo de humillaciones, lo que disparó la popularidad de Putin en su país. Ucrania era el siguiente objetivo lógico tras el insatisfactorio limbo en que quedó el Dombás tras los acuerdos de Minsk de 2014, pues el reloj corría en contra de las pequeñas repúblicas separatistas ante el rearme de Ucrania. Además, el deterioro de la economía rusa y una gestión muy cuestionable de la pandemia del covid-19 habían contribuido a un bajón de apoyo ciudadano a Putin que resultaba muy conveniente revertir. La confianza de Rusia en obtener una victoria rápida basada en su superioridad militar, así como la convicción de Ucrania de que la OTAN y la UE la protegerían, tras haber roto siglos de cercanía a Rusia para entregarse incondicionalmente en sus brazos, fueron los dos errores de cálculo finales que han terminado por convertir esta guerra en el acontecimiento geopolítico más trascendente desde el 11-S.
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