El resultado de la segunda vuelta de las elecciones presidenciales parece haber instalado al análisis político en un bucle perfecto. Macron se erige en defensor de las democracias liberales y del orden establecido, en el baluarte que permite que la Unión Europea siga en pie, mientras que todos suspiran aliviados ante una nueva derrota de Le Pen, aún incapaz de trascender por completo el cordón sanitario; al mismo tiempo, se incide en el terrible peligro que corremos por el aumento en votos a la extrema derecha, y en cómo cada día se vuelve más posible o probable encontrarnos con un dirigente ultra en el corazón de Europa.
Hace veinte años era posible ganar las elecciones francesas con quince millones de votos; Le Pen, en estas presidenciales, sacó en la segunda vuelta trece, lo cual ya es un resultado histórico. Pero la demografía francesa no es la de hace veinte años y ahora la horquilla de lo necesario para la victoria oscila entre los dieciocho y los veinte millones.
Macron, de 2017 hasta hoy, ha perdido varios, pero ahí sigue; la idea de que Le Pen ganaría frente a cualquier cosa que se le pusiera delante, al no estar Macron, no por repetirse va a hacerse más cierta. Es verdad que ahora mismo no se vislumbra otro liderazgo posible (más allá de la hipótesis de la izquierda con Mélenchon), pero eso no hace que se esfume el voto de rechazo.
La victoria de la extrema derecha tiene otros caminos. No es lo relevante si llega a tocar el poder o no, más allá de especulaciones sobre cuál sería el rol geopolítico de una Francia más cómplice con Putin o cómo acabaría destrozada la Unión Europea si Le Pen dirigiera el país galo; lo fundamental en la victoria de la extrema derecha es la porosidad de las ideas y su capacidad para dominar el debate público.
Cabe preguntarse cuánto importan los nombres de las organizaciones gobernantes cuando el ministro de Interior de un presidente supuestamente liberal-centrista le dice a una ultraderechista que sus propuestas sobre islamismo son demasiado blandas. O cuando se busca perseguir a profesores universitarios bajo el pretexto de combatir un islamoizquierdismo que socavaría los fundamentos de la República francesa. O cuando se despliega una brutalidad policial inédita en los últimos años para reprimir a manifestantes, como registra el documental Un pays qui se tient sage de David Dufresne.
Es evidente que Le Pen y Macron no son lo mismo, y que la elección de la primera sería probablemente mucho más nociva que la reelección del segundo, pero Macron es fruto de una cultura política en la cual el centro del debate ya es Le Pen; su discurso no se basa en atajar las fracturas sociales de la Francia desindustrializada y abandonada a su suerte para ir remediando lo que el desprecio parisino ha convertido en el caldo de cultivo de la extrema derecha, sino en asumir en ocasiones su retórica o decir que la combatirá al mismo tiempo que anda siguiendo sus huellas.
Francia no es un país con trece millones de fascistas o trece millones de votantes que merezcan desprecio o incomprensión. Es una nación que votó en 2005 en contra del Tratado Constitucional de la Unión Europea y acabó reestructurando en consecuencia de sus decepciones su panorama político; es un país con un Partido Socialista descompuesto y destrozado por la escasa valentía de sus gobernantes, como con la liberalización del mercado laboral con la ley El Khomri y los pactos de responsabilidad.
Con una extrema derecha en auge también en España, sería conveniente fijarse en lo que ha ido sucediendo en el país vecino; no tanto en las reacciones de sus gobernantes o en su manera de actuar, sino en dinámicas más de fondo y, a su vez, más globales. Como la formación paulatina de tres bloques después de la decepción del electorado progresista con el Partido Socialista Francés: el centro liberal derechizado de Macron, la extrema derecha de Le Pen y el popular de Mélenchon, que ahora se abre a una alianza amplia con todas las fuerzas de izquierdas.
Hay quien ha querido extraer de Francia las lecciones equivocadas, queriendo calcar la posición de su izquierda a nivel geopolítico, como si entre países europeos cualquiera pudiera en su contexto copiarle los deberes al vecino.
Lo más valioso, como recordaba María Corrales Pons, quizá sea la necesidad de no regalarle el pueblo a la extrema derecha: ofrecer un proyecto alternativo, no permitir que ellos se erijan en la voz de los abandonados, no demonizar a su votante, saber responder y atajarlo.
Porque si el Gobierno de España no desarrolla la acción legislativa suficiente de aquí a las próximas elecciones generales, si busca la timidez o los pactos con la derecha, particularmente en el caso del PSOE, su futuro pasará por la desaparición francesa y será su culpa que venza, en poder o en ideas, la extrema derecha que viene. Pasarnos los próximos dos años pensando en la profecía autocumplida del auge de Vox, sin desplegar proyecto alguno, es la forma más segura de que llegue ese auge, que algunos ya ven como una perversión inevitable o una degeneración enfermiza de las almas de los votantes. No es así: es una historia de decepciones y no de enfermedades. Y es cuando la política no se hace cargo de las decepciones cuando se empieza a abrir la puerta por la cual entran los monstruos.
Comentarios
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