La política es, también, un producto cultural para ser consumido; una ficción extraída de la realidad que genera adicción; es, también, un entretenimiento. Pero no solo eso: la política debiera ser, por encima de todas las cosas, el método por el cual se resolvieran los problemas de la ciudadanía de forma colectiva (y dialogada si se trata de una democracia). El tablero donde se disputan los intereses de los distintos grupos, también de las clases sociales. La política es el terreno de juego del poder.
Esta semana, el Congreso se ha vuelto a convertir en el principal plató y la mayoría de las cámaras enfocaban a él. Los días posteriores a que The New Yorker (un semanario estadounidense desconocido para la ministra de Defensa, Margarita Robles) desvelara el ‘caso Pegasus’ (decenas de independentistas espiados a través de este software israelí y sus teléfonos móviles) coincidían con las negociaciones parlamentarias para sacar adelante el decreto propuesto por el Gobierno para hacer frente a la nueva crisis que se deriva de la invasión rusa de Ucrania.
La semana del 1 de mayo, día internacional de las personas trabajadoras, el debate social (medidas para bajar los precios de los carburantes, alquileres o energía...) quedaba enfangado por la mala praxis de un Estado que parece empeñado en hacer imposibles unas buenas relaciones entre Gobierno y Govern, Moncloa y Generalitat, España y Catalunya. Un Estado con inercias atávicas que más allá del Ejecutivo de turno. Un independentismo nostálgico del 1 de octubre del 2017 (jornada histórica del activismo independentista, ejemplo de la no-violencia mundial, masiva movilización democrática, brutal represión policial...) que no acaba de pasar página de aquel momento.
La permanente disputa entre ERC y JxCat volvió a arrastrar a los republicanos a votar en contra de un decreto que les representa, de unas medidas con conciencia de clase, precisamente, horas antes de salir a las manifestaciones que los sindicatos preparan para este domingo, también en Catalunya. El Gobierno sudó la gota fría para conseguir los votos suficientes, conscientes de que, si el decreto caía en el Congreso, la legislatura podía estar más muerta que viva y el Gobierno de coalición también.
La noticia llegaba a primera hora de la mañana del jueves, con la intervención desde la tribuna de Mertxe Aizpurua, portavoz de EH Bildu en el Congreso: la izquierda independentista vasca votaría ‘sí’ a la convalidación del decreto. El diputado del BNG hizo lo mismo. ERC tuvo que elegir entre no votar el decreto del Gobierno que supuestamente les espió o votar un gobierno que sus propios dirigentes habían defendido días atrás. Le tembló el pulso a Gabriel Rufián. Las medidas sociales que contiene el decreto (siempre pueden ser más profundas de lo que son) no benefician al CNI, tampoco a las cloacas del Estado, y sí a las clases trabajadoras que ven con pavor cómo la guerra está derivando en una crisis global cuyas consecuencias parecen imposibles de frenar.
"Estamos en un momento político delicado y especialmente grave", aseguraba Aizpurua al inicio de su intervención. El espionaje desde el Estado a la disidencia política es una de las prácticas más evidentes de una democracia herida. Por ello, para la izquierda independentista vasca (con quien el Estado español ha fabricado la mayor maquinaria de represión en la historia del periodo democrático) la actual situación es especialmente difícil y el ‘caso Pegasus’ puede ser consecuencia de un fin precipitado de la legislatura. Pero, en palabras de su portavoz en Madrid, el jueves votaron "priorizando los intereses de los trabajadores por encima de los intereses propios". "La gente no puede ser quien pague las consecuencias de los graves errores de este Gobierno", añadió.
ERC ha teorizado, tras los momentos más álgidos del choque contra el Estado del 2017 y el juicio del Tribunal Supremo, que para volver a plantear un desafío independentista hay que "ampliar la base", y que para ello la prioridad ha de ser "gobernar bien" y mejorar la vida de la gente, así pretenden sumar nuevas personas a la causa independentista. Esta semana no han sido coherentes con esta premisa, su premisa. Y, sin embargo, aciertan en el diagnóstico de que el PSOE por sí solo no va a abrir las ventanas de los aparatos del Estado y ventilarlos, democratizando estamentos que tienen unas inercias alejadas de las exigencias liberales. Una difícil disyuntiva, la de estos días pasados.
Cierto es que, cuando el Estado no espía a delincuentes o a posibles peligros para la ciudadanía sino a la disidencia política, lo hace para favorecer unos intereses (económicos, sociales o nacionales) de una élite que rodea a los altos estamentos del poder. Si el independentismo ha sido espiado es, precisamente, por defender unos derechos (en este caso democráticos, por expresar un anhelo nacional) contrarios a las voluntades del aparato del Estado español. La contrariedad llegó cuando ERC, en protesta por ser espiada por defender derechos, votó en contra a una norma que pretende garantizar también derechos sociales. Difícil disyuntiva, la conciencia de clase.
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