El Tribunal Superior de Justicia de Madrid desestimó el miércoles las medidas cautelares impuestas por una jueza a la intervención en las criptas del Valle de los Caídos. La última querella de la ultraderecha ha supuesto un nuevo parón en un largo proceso -esta vez de un año. Un año que los familiares de las víctimas han tenido que esperar para recuperar los restos de los suyos. Y ya van muchos. Porque conviene recordar que una sentencia judicial autorizó la exhumación de los hermanos anarquistas Manuel y Antonio Ramiro Lapeña... ¡en 2016!
Es bien sabido que tratar de socavar el relato franquista es una tarea ímproba. Lo que armó una dictadura en 40 años, incluidos tres en guerra, no se desmonta fácilmente. Menos cuando la transición democrática no supuso una revisión a fondo del legado dictatorial. Uno de los principales obstáculos al que se enfrentan quienes tratan de cambiar la narrativa heredada del franquismo es la amenaza legal. Existe desde la Transición. En el mejor de los casos es una incomodidad. En el peor, arruina carreras.
La guerra legal acabó con la trayectoria del cineasta Fernando Ruiz Vergara. En 1980 estrenó Rocío, la primera película documental sobre la represión derechista en la Guerra Civil, que fue también la primera película en ser secuestrada en democracia. Ruiz Vergara no solo vio como su película desaparecía por orden judicial, sino que tuvo que indemnizar al hijo de uno de los represores por un atentado contra el honor. El proceso judicial acabó en el Supremo, que ratificó la sentencia. Luis Vivas Marzal, magistrado de este tribunal, dictaminó que "es indispensable inhumar y olvidar si se quiere que los sobrevivientes y las generaciones posteriores a la contienda convivan pacífica, armónica y conciliadamente".
En tiempos recientes la lawfare, la guerra legal, se ha recrudecido en todo el mundo de la mano de una ultraderecha crecida y poderosa. Lo mismo sucede en España. Aunque la que tiene más eco es la que afecta a políticos de izquierdas (el caso de Mónica Oltra es el último episodio), lo cierto es que funciona a todos los niveles. Porque la guerra legal es, también, una versión sucia de la guerra cultural. Una modalidad en la que no se enfrentan discursos, sino abogados. Con el problema añadido de que la extrema derecha suele disponer de más medios y más recursos para financiar sus batallas -las de Hazte Oír o Abogados Cristianos.
Y es una guerra legal que afecta también a la memoria. Han tenido éxitos sonoros, como el regreso al callejero de Oviedo y de Madrid de generales golpistas y criminales de guerra. Incluso cuando no ganan la batalla, el éxito de las querellas está asegurado, porque cumplen con otros dos objetivos: atemorizar y retrasar. El efecto del miedo lo conocemos: el investigador se lo pensará dos veces antes de mencionar a un represor con nombres y apellidos en un artículo científico o un libro o de iniciar un nuevo proyecto que pueda acabar en los tribunales.
El efecto de las demoras es también desanimar. O lograr que un cambio político ponga fin a una iniciativa. En el caso del Valle de los Caídos, este propósito era claro: de la mano de jueces afines (siempre se cuenta con jueces afines) se pretendía retrasar lo suficiente la exhumación en las criptas de modo que, si no se llegaba a paralizar por completo por la vía judicial, se lograría al menos una paralización política mediante un cambio de gobierno que ya se ve en el horizonte.
Un efecto perverso añadido es la muerte de las personas más interesadas en que se haga memoria y justicia, aunque solo sea poética. Manuel Lapeña, hijo de Manuel y tío de Ramiro, murió en septiembre de 2021, a los 97 años de edad sin haber podido exhumar a los suyos. Pese a que contaba con una sentencia favorable desde hacía cinco años. Una minúscula minoría franquista que no representa la sensibilidad de la mayoría de los españoles decidió que así fuera y contó para ello con muchos cómplices -también en la judicatura. La última victoria en los tribunales contra la extrema derecha debe celebrarse. Pero llega demasiado tarde para Manuel Lapeña.
Una cosa debemos tener clara en todo esto: la guerra contra la memoria es más que contra la memoria. Y más que contra la izquierda o contra una visión del pasado. Como toda guerra legal es siempre, en último término, una guerra contra la democracia.
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