Dominio público

Ansiedad

Ana Pardo de Vera

España es un lugar ansioso y depresivo, confundido y frustrado. Así lo refleja el consumo de ansiolíticos: somos el país del mundo donde más tranquilizantes se consumen y el dato ya es considerado hoy un problema de salud pública. Fue la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (Aemps) la que comenzó a alertar de esta ingesta preocupante: en 2020, con la pandemia, se llegaron a consumir 91,07 dosis diarias de ansiolíticos, hipnóticos y sedantes por cada 1.000 habitantes. En 2021, se alcanzaron las 93 dosis. El primer semestre de 2022 pinta muy mal también.

El mayor problema de este consumo, además, se concentra en los jóvenes. Si bien las personas mayores de 65 años siguen siendo las principales consumidoras de estos psicofármacos, la ingesta de hipnosedantes entre los adolescentes los ha convertido en la cuarta droga para los jóvenes, sobre todo, para ellas, según la Encuesta sobre el uso de drogas en enseñanzas secundarias en España (Estudes, 2021) que realiza el Ministerio de Sanidad. Las mujeres, en todas las franjas de edad, son las mayores consumidoras de psicofármacos. Los problemas se siguen multiplicando cuando eres mujer.

Las preocupantes noticias sobre nuestra salud mental coinciden con dos aspectos imposibles de aislar del enganche que tenemos a los ansiolíticos; y es que además de un consumo masivo y cuestionable, la ingesta de estos fármacos preocupa por el componente adictivo que conlleva y que los convierte en una droga de primer nivel, con la cual, de hecho, se trafica en las calles para momentos de ocio (¿?) o para contrarrestar los efectos de la cocaína o las pastillas estimulantes.

Este año, 2022, es el décimo aniversario de la publicación del Informe Mundial de la Felicidad que realiza la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible (SDSN, en inglés) con datos de Gallup Worl Poll. Y este año, España desciende cinco puntos con respecto a su puesto anterior, de 2021: pasamos del lugar 24 al 29. Somos el 29º país más feliz del mundo de entre 145, lo cual no está mal, pero vamos en descenso de felicidad a la par que sube el consumo de ansiolíticos, esos medicamentos que permiten encajar con anestesia la angustia y los golpes de la vida a quienes la ansiedad les ataca por razones exógenas.


Ha empezado el curso político y no he oído a ningún partido mostrar una preocupación prioritaria por estos datos, que los hay por todas partes y de toda solvencia alertando de la gravedad de la crisis. Tampoco he escuchado a ningún dirigente hablar de compromisos para aportar soluciones. Porque no se trata de aguantar estoicamente el órdago ruso a nuestros (malos) hábitos energéticos con discursos épicos de resistencia ucraniana y europea -EE.UU. se está forrando con nuestra escasez de gas, por cierto, como la propia Rusia-. Se trata de que la vida está muy jodida para demasiada gente y la sanidad pública está tan arrasada como el planeta, sean los gobiernos del signo que sean, aunque el neoliberalismo del PP se lleve la medalla de oro en Madrid.

Nos encontramos mal y no sabemos gestionarlo ni siquiera cuando podríamos, salvo pagando mucho dinero: hijos e hijas por la incertidumbre de su futuro y la vejez de sus progenitores; madres y padres por la incertidumbre del futuro de sus hijos/as; personas mayores porque sus hijos y nietas se encuentran mal y, encima, la asistencia les cuesta un ojo de la cara, a ellos y a sus hijas, si quieren disfrutar en plenitud lo que les queda de futuro... y así sucesivamente. Es un delirio, pero es una realidad contundente que se extiende como una mancha oscura sobre nuestra sociedad.

No hay psicólogos ni psiquiatras ni terapeutas suficientes para aliviar tanta enfermedad mental, para atender mediante terapias personalizadas lo que son síntomas producto de la incertidumbre, en el mejor de los casos, y de la desesperación en los peores. Los médicos de atención primaria se ven obligados a recetar ansiolíticos a falta de poder derivar al especialista a tiempo a cada persona para ayudarle a mejorar su salud mental. Tenemos seis psicólogos por cada 100.000 habitantes y solo hay 2.800 adscritos a la sanidad pública española. Es desolador.


Médicos estresados y pacientes estresados, todos y todas narcotizados para sufrir menos y, muchos de ello/as, al no ser atendidos por especialistas con la profundidad que merece, adictos a un ansiolítico muy útil cuando su consumo está bajo control del profesional médico. Nefasto cuando no lo está, porque no cura pero engancha. Y hay otras consecuencias, todas dramáticas: por ejemplo, en 2019, el Instituto Nacional de Toxicología reveló que el 27% de conductores y el 32% de peatones fallecidos en accidentes, dieron positivo en psicofármacos. A estos se les hizo autopsia, así que podrían ser más.

Los programas electorales, los compromisos y, por descontado, las políticas de quienes se jactan de llevar la justicia social por bandera tienen que abordar la salud mental de una vez por todas. Es inhumano tener a una sociedad como la española sometida al yugo de los ansiolíticos, sin saber qué le pasa en muchos casos, por saberlo en otros tantos y por no querer ni imaginarlo en la mayoría. Es, de verdad, imposible abarcar tanto sufrimiento.

Más Noticias