Seis magistrados sediciosos del Tribunal Constitucional han asestado un duro golpe al Estado de Derecho. Anteponiendo a cualquier otra consideración los intereses tacticistas de un partido político, se han saltado la ley y la Constitución adoptando una decisión ilegítima que rompe con la separación de poderes.
Estamos ante la crisis institucional más grave de la historia de nuestra democracia. Ante ello, es necesario empezar ya a valorar con serenidad y objetividad la situación, más allá del ruido y los excesos habituales de nuestra crispada vida política. Para empezar, hay que aclarar -por si alguien no se ha dado cuenta- que la situación es extremadamente grave por el precedente que sienta, pero no supone que nuestro país haya caído ya en la autarquía, la disolución del Estado o, menos aún, ningún tipo de dictadura.
Es evidente que este grupo de magistrados ha pisoteado con descaro nuestro sistema constitucional. Han abusado de la posición institucional del Tribunal Constitucional, que es el órgano jerárquicamente supremo de todo nuestro ordenamiento jurídico. Está por encima de todos los demás sin tener, a su vez, ningún otro superior. Jurídicamente, el único soberano en el Estado constitucional. Sus decisiones se imponen a las de todos los poderes; incluso a las del mismo pueblo. La teoría clásica sobre la jurisdicción constitucional viene alertando, por eso, desde hace ya más de un siglo del riesgo de que derive a posiciones autocráticas. La única manera de conjurarlo es la contención de sus miembros. Si el órgano que está en la cúspide jerárquica del ordenamiento se equivoca no hay ningún otro que lo pueda corregir. Si llegara a asumir poderes que no le corresponden no habría solución jurídica posible. Los magistrados de cualquier tribunal constitucional deben tener siempre en mente que su función es meramente reactiva, y que deben autolimitarse al máximo a la hora de usar sus poderes. El Tribunal Constitucional sólo puede sobrevivir en la medida en que mantenga su carácter de ultimísima instancia que actúa nada más que ante casos excepcionales y siempre respetando de manera muy estricta la delimitación legal y constitucional de sus competencias.
Lo que ha sucedido es solo el resultado del progresivo deterioro de nuestro Tribunal que está en manos de magistrados cada vez peor preparados, menos conscientes de su posición y más militantes de los partidos que los nombran. Hace años que la doctrina científica más independiente viene advirtiendo de que algo así podría pasar. Y se ha concretado en seis magistrados sediciosos que saltándose sus propias normas han adoptado una medida cautelar que está fuera de su competencia y que no era procedente en esa fase del procedimiento, ya sin nada que proteger.
Sin embargo, casi más grave que la decisión es la composición del Tribunal que la ha adoptado. Dos de los magistrados que la firman es ya que tengan su mandato caducado hace seis meses (lo que no es inhabitual ni supone ningún problema jurídico) sino que hace ya un mes que fueron sustituidos y siguen ilegítimamente en el cargo. Conforme a la Constitución y la ley el Gobierno nombró ya a sus sustitutos, pero ellos se han negado a dejarlos tomar posesión y acceder a su puesto. Y si esta rebeldía a aceptar su sustitución es gravísima, peor aún es que la aprovechen para impedir ilegalmente que el parlamento apruebe la norma que asegura su inmediata sustitución.
Tenemos, pues, un Tribunal Constitucional en situación sediciosa, pero al ser el órgano supremo del Estado no hay nadie por encima suya que pueda sancionarlo. Dicho esto, de este embrollo sólo se puede salir respetando la ley y la Constitución. Ante la provocación de un órgano rebelde e ilegal, es imprescindible defender la democracia y la Constitución. El modo de hacerlo, en primer lugar, es reaccionando con un escrupuloso respeto a la ley y los procedimientos. Cuando el Tribunal Constitucional se salta la Constitución, el resto del Estado democrático tiene que respetarla más que nunca.
En segundo lugar, la Cortes Generales tienen la obligación de demostrarle al Tribunal Constitucional que la irresponsabilidad de algunos de sus miembros sometidos a intereses partidistas no va a torcerle la mano a la soberanía popular. Los magistrados sediciosos han paralizado ilegalmente la tramitación de una ley que regulaba su modo de sustitución. Es obligación de las Cortes volver a tramitarla, aprobarla y aplicársela. El órgano en el que reside la soberanía popular no puede dejar pasar este desafío y renunciar a ejercer la tarea legislativa.
Más allá, hay que reconducir esta crisis a sus justos términos. Tras este ataque inédito a la división de poderes, por ahora el resto del Estado de Derecho sigue en pie. El Tribunal Constitucional se ha situado puntualmente en la inconstitucionalidad y ese precedente supone un riesgo que se cierne sobre todo el Estado. Pero por ahora la democracia, incluso disminuida, aún funciona y es más poderosa que ese puñado de irresponsables.
Ahora más que nunca es imprescindible renovar el Tribunal Constitucional dando cumplimiento a los mandatos constitucionales y obedeciendo a la ley. Los magistrados ya nombrados deben tomar posesión cuanto antes y, si no se les permite, el legislador debe hacerlo posible. Hasta que la mayoría de los sediciosos no dejen el cargo que ocupan de mala manera no se habrá restituido la integridad del sistema jurídico.
No ha sido un golpe de Estado, porque no ha cambiado nuestro sistema constitucional de derechos y separación de poderes. Pero sí un atentado a sus principios básicos que, de repetirse, podría llevar a la alteración definitiva e ilegítima de nuestro ordenamiento jurídico. El estado democrático de Derecho está tocado, pero no hundido. Hay que salvarlo con inteligencia y serenidad.
Comentarios
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