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Brasil: una historia de militarismo, anticomunismo y dictaduras

Esther Rebollo

Directora Adjunta de Público

Brasil: una historia de militarismo, anticomunismo y dictaduras
Foto de familia de la cumbre de UNASUR de mayo de 2010, en la que, en primera fila aparecen los líderes de la izquierda latinoamericana, entre otros, Luiz Inácio Lula da Silva, de Brasil, Rafael Correa, de Ecuador, Cristina Fernández de Kirchner, de Argentina, Evo Morales, de Bolivia, José Mujica, de Uruguay, y Hugo Chávez, de Venezuela. AFP/Juan Mabromata

Desde el golpe de Estado de Getulio Vargas y la instalación, en 1937, del llamado Estado Novo, inspirado en el régimen del portugués Antonio de Oliveira Salazar, no ha cesado en Brasil el acoso golpista. Este gran país sudamericano, con la mayor economía del subcontinente, una superficie de 8,5 millones de kilómetros cuadrados (casi 17 veces más que España) y bendecido por exuberantes recursos naturales, ha sido laboratorio de los experimentos más macabros de la tiranía anticomunista. 

El mundo vivía en plena plena Guerra Fría, avanzaba la revolución cubana y Estados Unidos no iba a permitir que el comunismo se instalara en Latinoamérica. El antecedente fue la Alianza para el Progreso que impulsó John F. Kennedy, en 1961, un programa de ayuda social dirigida al sur del continente para impulsar, en teoría, el desarrollo de las economías y, de paso, detectar las ideas subversivas y evitar que se expandieran por la región. El resultado fue una intervención en todas las esferas de la vida política y social de esas naciones; es precisamente en esa época cuando empiezan a tomar posiciones los evangelistas, los que hoy apoyan a gobiernos derechistas y retrógrados en el continente, porque las ayudas iban acompañadas de pastores cristianos. 

En los años setenta del siglo XX, ya con Fidel Castro consolidado en el poder, Estados Unidos da un paso más y activa la Doctrina de Seguridad Nacional, con el objetivo de poner y quitar gobiernos a su antojo, y favorecer regímenes de corte militar para detectar al 'enemigo interno', un término usado entonces por la CIA para justificar la persecución, la tortura y la desaparición forzosa. Esta doctrina tuvo su máxima expresión en la Escuela de las Américas de Panamá, donde EEUU entrenó a militares del Cono Sur en prácticas crueles y humillantes para el ser humano. Washington implementó, así, una nueva forma de crear guerras internas en su patio trasero e imponer el terror.

Aunque en Paraguay el general Alfredo Stroessner había dado un golpe a la vieja usanza (todavía bajo el viejo militarismo), el paso de gigante de la Doctrina de la Seguridad Nacional se da en Brasil, donde es derrocado el primer gobierno bajo el nuevo concepto bipolar de la Guerra Fría. Un particular presidente Jânio da Silva Quadros se había atrevido a recibir al Che Guevara y establecer relaciones cercanas con la Unión Soviética y China. Duró seis meses en el poder. Le siguió João Goulart, apoyado por un fuerte movimiento popular, sindical y estudiantil. 

La Casa Blanca mira de reojo y con preocupación los acontecimientos, y no se lo piensa dos veces: ayuda a los militares brasileños a preparar un golpe y echan a Goulart del poder el 1 de abril de 1964: "El embajador Lincoln Gordon y el general Vernon Walter, agregado militar y más tarde subdirector de la CIA, conspiran de forma descarada", revela la escritora y diplomática colombiana Clara Nieto en su libro Los amos de la guerra: Intervencionismo de EEUU en América Latina. De Eisenhower a G. W. Bush

Y en ese momento comienza la era de la Doctrina de la Seguridad Nacional, bandera de los regímenes militares brasileños que toman el poder después de aquel golpe, apunta Nieto, al explicar que se ejecuta bajo los principios de "doctrinas maccarthistas, leyes estadounidenses y manuales del Pentágono". El modus operandi era básico: se toma el control del Estado en todas sus formas; bajo un Gobierno golpista, se domina el Congreso y la Justicia. Y así comienzan a gobernar los militares en Brasil, en plena expansión de la Teología de la Liberación (que nació, por cierto, en esta nación y se extendió por toda Latinoamérica bajo los valores cristianos de la solidaridad y la igualdad). 

La toma del poder por la fuerza es lo que empuja el nacimiento de la subversión. La lucha guerrillera surge bajo el régimen de terror de Humberto Castelo Branco (1964-1967) y continúa durante los años setenta. En esta década también crecen los Tupamarus en Uruguay y los Montoneros en Argentina; en Chile, sin embargo, gana las elecciones el socialista Salvador Allende... Una ilusión que apenas durará porque los golpes militares se suceden en esos países uno detrás de otro, bajo el paraguas de la estrategia de contención de EEUU, la persecución del 'enemigo interno', la Seguridad Nacional y el Plan Cóndor (recordemos que en Paraguay continúa Stroessner en el poder). 

En los ochenta, los movimientos guerrilleros estaban prácticamente exterminados, como consecuencia de la guerra sucia y la represión ejercida por los militares (no olvidemos, entrenados en la Escuela de las Américas); y los dictadores del Cono Sur, incluido Brasil, acaban desprestigiados y presionados por la comunidad internacional. No les queda otra opción que convocar elecciones y dar paso a la democracia. Se abría una década de recomposición de unas sociedades heridas.

Brasil, al igual que sus vecinos, tuvieron en los noventa gobiernos elegidos en las urnas, sí, pero abiertamente neoliberales porque la izquierda verdadera había quedado tocada, sus integrantes estigmatizados por la lucha guerrillera, o muertos o torturados. Una década en la que, eso sí, en democracia, la corrupción campeó a sus anchas, se privatizaron las empresas públicas; entraba de lleno la era de la globalización, del capitalismo extremo. Ahora no imponía la CIA los gobiernos, sino el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, bajo rigurosas exigencias económicas que sufrieron vilmente los pueblos. 

La revitalización de las izquierdas en América Latina no llegó hasta el nuevo milenio, tenían mucho de que recuperarse. Hugo Chávez ganó las elecciones en Venezuela en 1998, tras años de gobiernos desastrosos y corruptos; Néstor y Cristina Kirchner, en Argentina; Rafael Correa, en Ecuador; Evo Morales, en Bolivia; Luiz Inácio Lula da Silva, en Brasil; y Pepe Mujica, en Uruguay. Lula, el obrero metalúrgico que dio la vuelta entera al mayor país de América Latina, se convirtió en el patriarca, en la gran esperanza del continente. Había sido prisionero durante la dictadura y había perdido sucesivas elecciones en los noventa, pero su hora llegó y gobernó de forma ininterrumpida desde 2003 hasta 2011. Su legado fue inmenso en materia de crecimiento económico y reducción de pobreza. Aquella década dorada para la región, con gobiernos progresistas, se ahogaría en las trampas que la extrema derecha les puso, ahora con nuevas artes. Ya no estaba en marcha la Doctrina de la Seguridad Nacional, pero sí herramientas más sofisticadas, como la guerra judicial (lawfare) o el juicio político (impeachment), despojando del poder a mandatarios sin pruebas, siempre descreditando a los líderes de la izquierda. Y les funcionó. 

Hombres blancos, como los militares que entrenaba EEUU en la Escuela de las Américas de Panamá, fueron el grueso de la horda que tomó el pasado domingo las sedes de los tres poderes del Estado en Brasilia, en una intentona golpista contra Lula da Silva. No había apenas mujeres ni personas negras, cuando la mitad de la población en Brasil es de piel oscura. Son los mismos de siempre, hombres blancos que no quieren perder el poder. Sus lemas son ‘Patria, Familia, Dios y Libertad’, los mismos del antiguo orden fascista. Esta es la historia de Brasil y de América Latina.

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