Dominio público

Torturadores

Jonathan Martínez

Los manifestantes contra el aborto celebran en el exterior del Tribunal Supremo de EEUU, en Washington, el fallo que anula la Roe vs Wade a favor del derecho a la interrupción del embarazo. REUTERS/Evelyn Hockstein
Los manifestantes contra el aborto celebran en el exterior del Tribunal Supremo de EEUU, en Washington, el fallo que anula la Roe vs Wade a favor del derecho a la interrupción del embarazo. REUTERS/Evelyn Hockstein

El pasado 9 de enero, en medio de un revelador silencio mediático, una investigación del Instituto Vasco de Criminología certificaba que desde 1979 se han registrado al menos 532 casos de tortura en Navarra. El cómputo, sin embargo, alcanzaría los 1.068 casos si se sumaran los testimonios de un dosier anterior que recoge datos desde 1960. A este informe encargado por el Gobierno navarro hay que añadir los 4.113 casos que avala un estudio análogo del Gobierno vasco. El forense Francisco Etxeberria estima que la cifra debe de ser sin duda mayor ya que no ha sido posible acreditar todos los episodios.

Lo más elocuente de estos informes no son los números sino la realidad que los números esconden, es decir, las historias personales de las víctimas que ofrecieron sus relatos, que sometieron sus temores y sus secuelas psicológicas a los criterios verificadores del Protocolo de Estambul. En estas historias se repiten como un estribillo los mismos patrones y el tormento no aparece como un accidente extemporáneo o como un desliz repentino de unos pocos agentes descarriados sino como una práctica sistemática ejecutada con una calculada frialdad funcionarial.

La palabra tortura tiene la virtud o el defecto de acomodarse a un extenso abanico de situaciones. En uno de los extremos vemos tal vez el rostro del conductor de autobuses Mikel Zabalza, que murió con los pulmones encharcados en una bañera de Intxaurrondo. Pero el torturador apunta no solo al cuerpo sino también a la mente. Lo contaba Jorge Txokarro la semana pasada en una entrevista con Noticias de Navarra: "Me hicieron ponerme de rodillas, con las esposas atrás, me pusieron la capucha y me pusieron dos pistolas en la cabeza, y apretaron gatillo con el clac, clac, y bueno, al coche otra vez".

La investigadora Laura Pego, coautora del informe vasco sobre la tortura, ha enfatizado en alguna ocasión los testimonios de violencia sexual. Es cierto que existen acusaciones explícitas como las de Beatriz Etxebarria, que en 2011 denunció haber sido violada con un palo. El Comité Europeo para la Prevención de la Tortura dio credibilidad a los hechos y Estrasburgo terminó condenando a España. Laura Pego, no obstante, explica que las mujeres torturadas se han enfrentado casi siempre a formas más refinadas de terror psicológico que dejan menor huella y resultan más difíciles de demostrar.

La semana pasada, el Gobierno de Castilla y León avanzó un repertorio de medidas disuasorias contra las mujeres que deseen someterse a una interrupción del embarazo. Entre las muchas acusaciones que han encajado Vox y el PP, se repite la idea de la tortura psicológica. Lo cierto es que el latido de un feto no aporta a las pacientes ninguna información clínica relevante y su alcance no es otro que la pura coacción emocional. ¿Pero qué tiene que ver un corazón nonato con los malos tratos en una comisaría?

El Comité de la ONU contra la Tortura considera que la restricción del aborto viola la Convención contra la Tortura. Se lo hizo saber a Nicaragua ante su deriva prohibicionista. Se lo hizo saber a Argentina ante ""el hostigamiento a mujeres y niñas que deciden abortar". El relator especial de las Naciones Unidas sobre la tortura, Juan E. Méndez, ha enumerado los perjuicios infligidos a quienes solicitan servicios de salud reproductiva. Una de esas formas de ensañamiento, quizá la más sutil y taimada, es "la humillación en entornos institucionales".

Por supuesto, el plan de la extrema derecha en Castilla y León no es una bufonada aislada ni un ingenio novedoso. El 22 de octubre de 2020, el mismo día que Polonia prohibía interrumpir el embarazo por malformación fetal, varios gobiernos conservadores de todo el mundo auspiciaban el Consenso de Ginebra, una declaración que proscribe el derecho internacional al aborto. Estaban los Estados Unidos de Donald Trump y el Brasil de Jair Bolsonaro. Estaba la Hungría de Viktor Orbán. Estaban Polonia y Egipto y Arabia Saudí. Después Vladímir Putin adhirió a Rusia.

De la Declaración del Consenso de Ginebra se ha dicho que apenas es un pedazo de papel mojado o un pavoneo simbólico. Esta hipótesis sería cierta si las frases hinchadas del texto no tuvieran todavía hoy una plasmación práctica en forma de ofensivas legales y judiciales. En septiembre de 2021, Texas prohibía el aborto después de seis semanas de gestación. En junio de 2022, el Tribunal Supremo derogaba el derecho al aborto en Estados Unidos. En septiembre de 2022, Hungría aprobaba un decreto que obliga a las mujeres a escuchar el corazón del feto antes de abortar.

La batalla institucional es encarnizada. Por ejemplo, los informes sobre la tortura en Navarra no existirían si UPN no hubiera perdido el Gobierno foral en 2015. Más aún, los informes existen a pesar del PP, que boicoteó el proyecto de investigación y pidió al Tribunal Constitucional que revocara la ley navarra de víctimas policiales. Tortura y aborto, aborto y tortura. La controversia de los latidos del feto, que hoy nos parece un desvarío ultra, fue una propuesta que UPN llevó en 2013 al Congreso de los Diputados. El mes que viene, por cierto, el TC estudiará el recurso del PP contra la Ley del aborto.

Me repito una vez más la misma pregunta. ¿Qué relación existe entre esta alianza antiabortista y la vieja lepra de la tortura? Intuyo que en el fondo, detrás del ruido de sables, late el mismo proyecto ideológico, las mismas técnicas disciplinarias, la misma furia discursiva, los cuerpos como territorio permanente de disputa política y de intervención del Estado. Por una curiosa simbiosis argumental, el negacionismo de la tortura siempre comparte programa con la abolición de los derechos reproductivos, con la homofobia y con la celebración de una masculinidad obtusa y trasnochada.

A pesar del silencio mediático, a pesar de la impunidad y del desprecio administrativo, todo el mundo puede conocer ya las conclusiones forenses sobre la tortura en Navarra. Supongo que algún día, igual que una historia de terror y de infamia, alguien debería reunir los testimonios de todas las mujeres que han padecido alguna clase de coerción durante un embarazo, historias de cárcel y de muerte, siglos de una guerra obstétrica que no conoce treguas ni armisticios.

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