Dominio público

Resistirse a la empatía y abrazar la barbarie

Miquel Ramos

Resistirse a la empatía y abrazar la barbarie
Composición con el caso Collier Gwin, el de la agresión de un policía local de Jérez de la Frontera y Keenan Anderson, maestro y primo de la fundadora del movimiento 'Black Lives Matter'

Collier Gwin parece relajado, mantiene el rostro impasible apoyado en una barandilla y cruzando las piernas mientras sujeta una manguera. Está rociando con agua a una mujer que permanece sentada con la cabeza cubierta por un pañuelo y envuelta en un ovillo de mantas. Ella trata de parar con las manos, sin éxito, el agua que la empapa. Hace frío y ha llovido. Collier es propietario de la galería de arte Foster Gwin Gallery en Jackson Square, San Francisco, a pocos metros del suceso. Dice que había llamado varias veces a la Policía para que se la llevaran, pero que tan solo la meten un par de días en un albergue (o en un calabozo), y de nuevo la sueltan. Y allí estaba ella, junto a su negocio, con sus bártulos, una vez más. No sabemos cómo se llama. Yace tirada junto a un contenedor de basura. Es una mujer negra, pobre, como tantas otras que malviven por las calles de la ciudad californiana sin techo, sin pan, sin dignidad.

La imagen, captada por un vecino, corrió por redes la pasada semana y causó una gran indignación. De hecho, se ha abierto una investigación al respecto. Sin embargo, no todos los comentarios mostraban su condena a esta acción. Como suele pasar en toda red social, además de la empatía de la mayoría también supura el pus del odio y la crueldad de unos cuantos. Varios internautas bromeaban con esta humillación y el color de piel de la víctima: ‘le habrán quitado el color’, ‘encima que le da una ducha gratis’, y muchas otras muestras de vileza que solo desde el cobarde anonimato o desde la impunidad que ofrecen las redes se atreven a hacer algunos. Otros, en cambio, buscaban mil excusas para justificar la acción: una supuesta camarera afirmaba que los sintecho defecan en la calle, son sucios y molestan. Otro empezó a suponer que la víctima era en realidad la que lo había provocado, que se empeñaba en permanecer junto a un contenedor delante de su galería de arte, causando un grave perjuicio al negocio.

No es ninguna novedad que, ante cualquier denuncia de abusos, surjan este tipo de personajes empeñados en justificarlos de cualquier manera. Pocas semanas antes se viralizó el vídeo de un agente de la Policía local de Jerez de la Frontera golpeando la cara de un hombre con una porra extensible. Primero la misma Policía y después hordas de tuiteros defendieron esta clara actuación antirreglamentaria por lo que supuestamente había hecho antes el chico que recibió el porrazo. Aunque en el momento del golpe, éste permaneciera quieto, sin actitud de atacar a nadie, ni siquiera alterado. Nada justificaba ese golpe.

Lo mismo sucedería esta semana con un hecho todavía más grave: la muerte de un profesor afroamericano tras recibir varias descargas de una pistola taser mientras se revolvía en el suelo, indefenso e inmóvil. De nuevo, la propia Policía de Los Ángeles, donde tuvo lugar el suceso, filtró a los medios el supuesto consumo de drogas de la víctima, que habría provocado la parada cardiorrespiratoria después de recibir múltiples descargas eléctricas de la policía. No faltaron tampoco esta vez los justificadores habituales, algunos escudados en la versión policial, pero muchos otros lanzados sin ningún pudor a demostrar su racismo. Keenan Anderson, la víctima, era primo de uno de los fundadores del movimiento Black Lives Matter, por lo que el trofeo era aún mayor, así que aprovecharon la carambola para cargar, una vez más, contra el antirracismo, y como no, contra los negros. También se filtró el video completo de cómo empieza todo, y este, lejos de justificar la acción de la Policía, todavía acredita más la innecesaria y mortal actuación.

Estos tres ejemplos recientes vuelven a interpelar a esas reflexiones que algunos nos hacemos constantemente sobre la maldad que habita en algunas personas. Su desprecio por la vida y la dignidad, su vileza y su filia por la autoridad, aunque esta sea injusta e inhumana, nos sirve para entender cómo han sido y son posibles las peores atrocidades de nuestra historia. Desde los genocidios hasta las torturas suceden gracias a este tipo de gente, que, a pesar de las supuestas lecciones que nos debiera haber dado la historia, se resisten a la empatía y abrazan el sometimiento y la humillación como forma de construir y mantener un supuesto orden en una sociedad. Su sociedad. Su orden.

En el presente sea quizás la guerra de Ucrania lo que nos muestra en gran medida algunos ejemplos de ello, cuando numerosas cuentas en redes sociales de uno u otro lado se regocijan ante las explosiones y las pilas de cadáveres desde el primer día. Da verdadero asco ver cómo algunos parecen estar jugando a un videojuego o viendo una serie bélica desde su casa cuando bromean o festejan cuando las bombas caen en el bando contrario al que han elegido. También los que se instalan en la negación cuando esas bombas que han causado esta u otra masacre de civiles se le atribuyen a su bando. Los suyos nunca se equivocan. Los otros merecen todo lo peor. No hay piedad.

Hay múltiples ensayos sobre la maldad y las convenciones morales que tratan de explicar en qué momento una sociedad avala un genocidio, idolatra a un asesino, celebra la violencia o acepta la tortura. La deshumanización, el odio, su ejecución y su justificación anidan en todas las sociedades, quizás también en todo ser humano, y solo hace falta un buen abono que le permita fertilizar y crecer, sobre todo cuando no existen alertas ni quien diga basta.

Los comentarios que estas semanas han dejado algunos ante los sucesos relatados, aunque sean minoritarios, dejan siempre un mal sabor de boca, pero encienden una pequeña luz de alerta que nos hace no perder de vista que existen cómplices, seres despreciables que conviven entre nosotros, que permiten, con su indolencia, su adscripción o su equidistancia, que los abusos no solo no se sancionen legalmente demasiadas veces, sino que se toleren y se consensuen como un mal menor. O ni siquiera como mal. Que algunos pretendan justificar sus excesos con excusas técnicas o manipulando el relato para que estos queden impunes, se podría entender de modo egoísta y corporativista. Pero el regocijo en la maldad es otro cantar.

No se me olvidan las ‘bromas’ de algunos policías sobre los mutilados durante varias manifestaciones haciendo circular por sus chats algunos memes con ojos amputados, en referencia a las víctimas de las balas de goma. Tampoco el reciente chat descubierto a la manada de violadores de Castelldefels, hablando de sus víctimas como si fuesen objetos, regocijándose en su abuso y su humillación. Estos serían ejemplos brutales que ocurren cerca, ahora, y que son evidentes. Pero obviamos ese odio que se va sembrando poco a poco, a veces pretendidamente invisible para muchos, pero que va calando como lluvia fina. Ese prejuicio que ha germinado en aquellos que creen que Anderson se lo merecía por ir drogado. Que las víctimas de Castelldefels o de la manada de San Fermín se lo buscaron, o que Collier Gwin tan solo mojó a una sucia y molesta muerta de hambre que molestaba a los clientes de su galería de arte.

La deshumanización siempre es el primer paso para la barbarie. El andamiaje de una ciudadanía indolente ante los abusos, servil ante los poderosos y partícipe de lo humillante es un proceso lento pero constante y efectivo. De ello se encargan no solo versos libres (o programados) en redes sociales, sino gran parte del consenso político y mediático que siempre muestra reparos a cuestionar las versiones oficiales cuando la víctima es un sospechoso habitual por haber sido previamente deshumanizado por su condición, ya sea racial, social, sexual o de cualquier tipo. Pero vale la pena escuchar a aquellos que así se muestran, pues nos permiten no solo entender cómo llegan a tales prejuicios, sino qué tipo de personas son, y en qué lado de la historia van a estar en un futuro.

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