El jueves la primera ministra de Nueva Zelanda sorprendió a propios y ajenos con la decisión de irse. Del liderazgo de su partido y del Ejecutivo que encabeza. Tras dos elecciones, una pandemia, una erupción volcánica y varios ataques terroristas, Jacinda Ardern se mostraba sin el combustible necesario para seguir, y en su renuncia sin estridencias evidenció que en política no solo hay que saber cómo, también cuándo irse.
Lo primero a reseñar es el motivo: "No tengo la energía necesaria para seguir". La todavía primera ministra no se ve con fuerzas suficientes o con el estado anímico necesario para ser competitiva en las próximas elecciones o para seguir sumando a su país. El detalle no es baladí. Las más de las veces la política parece venir con el pack de la máscara emocional. Un término de condiciones implícito por el cual los representantes de la ciudadanía no solo han de ser perfectos, también parecerlo. No estés mal, no seas tú mismo, no te muestres vulnerable (esto es, verdadero). El liderazgo y su construcción siguen entendiéndose en términos tradicionales y, sobre todo, masculinos. Ardern, y muchas otras antes, rompen este hilo histórico y se plantan. Si no te encuentras bien, si no te ves capaz, no pasa nada por decirlo y, sobre todo, por actuar en consecuencia. La política desgasta por los altos niveles de carga que se ha de soportar. Y cuando tus hombros no dan más de sí es hora de dar paso a otro.
El caso de Ardern, además, contrasta poderosamente con el de aquellos líderes que supeditan el ego propio a la voluntad colectiva; la supervivencia al interés nacional. Por lo general hombres, estos políticos en ocasiones no saben ver los finales de época y mucho menos aceptarlos cuando les llegan forzosamente. Mark Rutte, líder del liberal-conservador VVD en Países Bajos, lleva la friolera de 12 años en el poder. Una cantidad de tiempo que a ojos de la ciudadanía es más que suficiente, como muestran sus niveles de confianza y popularidad, los más bajos de un jefe de ejecutivo europeo.
También ocurre algo similar en Canadá, donde el antaño popular Justin Trudeau se halla en una etapa de valoración negativa y su partido cae en las encuestas tras casi nueve años en el poder. Ha pasado recientemente con el enroque de Boris Johnson en Reino Unido, que además de profundizar en el laberinto político que ya vive el país desde el Brexit, también ha hundido la imagen de su partido y sumido a la sociedad en la apatía política.
Esta obsesión de mantenerse en el poder, tanto político como mediático, va en detrimento no solo de tu salud personal, también del proyecto, ideas y ciudadanía a la que representas. Y no solo es preciso saber cuándo marchar, también cuándo dejar que los demás sigan o los nuevos lleguen. Ardern lo expresó con el doble simbolismo de la responsabilidad: la de saber cuándo es tu momento y cuándo ya no lo es. A lo que añado yo: también reconocer la hora de los demás.
La líder de los Laboristas neozelandeses hace lo más difícil, reconocer que puede restar más que sumar, dar un paso atrás y permitir una regeneración de su partido y un avance de su país. Precisamente la institucionalización de este proceso es lo que permitió a su partido ganar las elecciones y recuperar el gobierno por primera vez desde 2008. El antecesor de Ardern dimitió, pasó el testigo y la formación laborista consiguió obtener sus mejores resultados en décadas.
El elogio a la humanidad ("soy humana, los políticos somos humanos"), la permisibilidad de la regeneración y las formas representan un modelo de transición que debería ser replicado por todas aquellas formaciones que supediten las ideas y los programas a la perdurabilidad de sus líderes. Aunque las defunciones políticas forzosas (bien por el rechazo de las urnas o por la pérdida de apoyo de las siglas) sean la regla, más vale observar las pocas excepciones de saber cuándo irse y dejar llegar en política para que los cambios sigan, las ideas se refuercen y los proyectos ensanchen. Y, sobre todo, evitar las peligrosas tentaciones de convertirse en jarrones chinos desde atalayas cómodas pero nunca virtuosas políticamente.
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