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¿Cómo se acaba una guerra?

Pablo Bustinduy

Doctor en Filosofía, politólogo e investigador en la Universidad de Milán. Ex diputado en el Congreso

¿Cómo se acaba una guerra?
22 de febrero de 2023, Rusia, Moscú: El director de la Oficina de la Comisión Central de Asuntos Exteriores del Partido Comunista Chino (PCCh), Wang Yi (izq.), recibido por el presidente ruso, Vladimir Putin, antes de su reunión en el Kremlin.- DPA

Hace seis meses la revista New Yorker publicó un reportaje sobre cómo terminan las guerras. El resumen del análisis era el siguiente: hay tres razones principales por las que una guerra termina. La primera es que se haga explícita en el campo de batalla una correlación de fuerzas inapelable, que haga imposible para uno de los bandos mantener el esfuerzo bélico o la esperanza de revertir la suerte militar. La guerra, desde esta perspectiva, sirve para evaluar las capacidades de los contendientes: una vez constatada la superioridad de uno de ellos al otro no le queda más que aceptar una salida negociada en los términos menos lesivos posibles. La premisa para ello es que exista una asimetría evidente entre las partes, o al menos la expectativa de que esa asimetría se vaya a dar.

La segunda de las razones es que en el curso de la guerra se produzcan transformaciones de calado en alguno de los bandos. La política interna —la contestación que genere el esfuerzo de guerra entre las poblaciones, por ejemplo— puede hacer virar los intereses y los objetivos de las contendientes, obligándoles a asumir posiciones diferentes a las iniciales. Claro que esas transformaciones también pueden ir en sentido contrario: pueden llevar a redoblar la intensidad del esfuerzo de guerra, por ejemplo, o a rechazar los términos de una solución negociada a las hostilidades.

En ese punto entra en juego la tercera condición para terminar una guerra: que exista una confianza suficiente en que los compromisos alcanzados vayan a ser respetados. Cualquier acuerdo que se concluya debe ofrecer a las dos partes garantías de que sus resultados no quedarán a merced de los intereses del adversario, ni se utilizarán como un estratagema para ganar tiempo o posiciones de ventaja. La credibilidad de los interlocutores —y de las instituciones de mediación y garantía que se desplieguen para fortificar los acuerdos entre ellos— es un elemento esencial para que las negociaciones de paz puedan avanzar y consolidarse.

Después de un año de guerra, ninguna de estas dimensiones permite despejar un horizonte de salida para el conflicto de Ucrania. En lo que respecta al equilibrio de fuerzas, la resistencia ucraniana alejó casi desde el principio el escenario de una victoria clara para el ejército ruso; la espiral de suministros cada vez más contundentes por parte de los países atlánticos ha logrado desde entonces mantener el conflicto en el rango delicado de un empate catastrófico. Solo la carta nuclear ofrece una disrupción clara de ese barbecho de guerra, desempolvando un repertorio de peligrosísimos juegos tácticos y psicológicos que van naturalizando la guerra atómica como opción pensable para futuros conflictos. En el corto plazo, sin embargo, no parece que ese riesgo absoluto vaya a modificar el curso inmediato de la guerra.


Sobre la segunda razón, hoy ya se asume con mayor o menor resignación que la opción de un desmoronamiento interno no parece una estrategia viable para la salida del conflicto: ni Putin cayó, ni su régimen se ha tambaleado, ni existen razones suficientes para pensar que una hipotética sucesión en el Kremlin fuera a favorecer una negociación en lugar de la escalada de la guerra. Claro que del otro lado también han fracasado todas las proyecciones que apostaban por el hundimiento: no ha colapsado el gobierno ucraniano, ni el invierno ha agrietado la posición de la UE, ni se ha roto la unidad del bloque atlántico. El empate catastrófico tampoco parece que vaya a resolverse a partir de la política doméstica de ninguno de los bandos.

La suma de estos dos factores nos deja ante una guerra cronificada, que obliga a todos los actores a ir revisando sus límites y planteamientos sin que exista un horizonte claro de cómo van a conseguir sus objetivos. Cada una de las partes está atada a una definición de la victoria que hoy resulta implausible y a líneas rojas a las que no puede renunciar. El bloque atlántico ha decidido que Ucrania no puede perder la guerra, pero también que no va a confrontar con Rusia directamente. Para Putin, una retirada total es impensable. Para Kiev, cualquier cosa que no sea recuperar la integridad territorial del país es hoy imposible de aceptar. Ese triángulo define un problema extremadamente complejo: son todas posiciones con muy difícil marcha atrás.

Con todo, el problema principal no es siquiera encontrar una fórmula técnica que, en ausencia de una victoria militar incontestable, pueda dibujar una salida viable al conflicto. La racionalidad diplomática lleva apuntando desde el principio a una serie de condiciones (garantías de seguridad, desmilitarización, reconstrucción del país, sanciones) que, por difíciles que sean de traducir políticamente, delimitan el espacio posible para las negociaciones. El verdadero problema es previo, y tiene que ver con la tercera de las razones necesarias para finalizar un conflicto: que se den unas condiciones mínimas de credibilidad y garantías para que los pactos propuestos puedan ser respetados.


Hoy no existe la arquitectura institucional ni simbólica para que el fin negociado de la guerra en Ucrania parezca una opción viable en el corto plazo. Es evidente que Kiev no podrá aceptar la palabra de Rusia, y que Rusia tampoco aceptará las garantías que puedan ofrecer la OTAN o la Unión Europea. Cualquier solución duradera a este conflicto pasa por construir mecanismos materiales de garantía que hoy por hoy no se dan, y que necesariamente deberán ir más allá de los equilibrios y las instituciones existentes, desbordadas por un conflicto que no pueden resolver.

Es descorazonador constatar cómo, desde el primer amago de negociaciones en Turquía, apenas se ha avanzado en este sentido. Con su reciente propuesta China ha vuelto a amagar con ofrecerse para esa tarea, pero difícilmente podrá afianzarse como mediador sin un acuerdo previo con las partes, ni está claro que ese sea realmente su interés. Las condiciones materiales, políticas e ideológicas sobre las que pueda hacerse viable una nueva arquitectura de paz en el continente quedan aún muy lejos, pero si no quiere ser un objeto de esa conversación, Europa debe urgentemente prepararlas. La alternativa es resignarse a la multiplicación de la guerra y a un futuro aún más caótico, violento e injusto.

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