En un libro extraordinario dedicado a los "holocaustos de la era victoriana tardía", el gran escritor y urbanista Mike Davis recordaba los devastadores efectos antropológicos que, a finales del siglo XIX, produjo en China e India la combinación traumática del fenómeno climático conocido como El Niño y el imperialismo inglés: las hambrunas, explicaba, generaban al inicio una respuesta intersolidaria, como las que le gusta describir a Rebecca Solnit, pero a partir de cierto umbral, cuando la muerte amenazaba realmente los cuerpos, la ayuda y colaboración mutuas dejaban paso a la más salvaje lucha por la vida: se fragmentaba el tejido social, se disolvían las familias y el individualismo más extremo se imponía bajo las formas más inhumanas: del saqueo al canibalismo. La pobreza une, la miseria no. ¿Se podría interpretar que la dificultad para alcanzar victorias colectivas comunes tiene que ver hoy con alguna forma de miseria no necesariamente económica -o no solo- que corroe nuestras sociedades hasta su mismo hueso? El filósofo Bernard Stiegler hablaba de "miseria simbólica" para referirse a los efectos erosivos del "ocio proletarizado" sobre los "procesos de individuación", condición primera de todo vínculo, lingüístico y social, entre individuos no individualistas. Pues bien, la combinación de desigualdad económica, ocio proletarizado y miseria simbólica (como la de los fenómenos meteorológicos y el imperialismo) nos ha confinado en una especie de individualismo biológico que impide incluso concebir una alternativa colectiva.
En contra de lo que piensa cierto marxismo elitista y ramplón, la miseria nunca ha hecho las revoluciones y, por lo tanto, no conviene alegrarse de que las cosas vayan cada vez peor. La miseria, en el mejor de los casos, ha dejado a los pueblos a merced de "vanguardias" organizadas, de derechas o de izquierdas, que podían usar mejor o peor su poder, pero que acababan siempre explotando en su favor la descomposición de los lazos sociales. Hoy es evidente que esas vanguardias organizadas, con sus lobbies económicos, sus medios de comunicación y sus cloacas policiales, son exclusivamente de derechas En todo caso, insisto en que la miseria ni une ni democratiza a la gente. ¿Qué los une entonces? Dos cosas: el lugar y el relato. Veamos. El gran cambio producido en las últimas décadas tiene que ver con el hecho de que el "lugar" ya no es aquel en el que residen los cuerpos: la tierra, el barrio, la fábrica, donde la pobreza común tenía que ser además compartida; ahora el lugar es inmaterial, como lo son los nichos tecnológicos, o abstracto, como lo es la "nación", que ha sobrevivido al "proletariado" y que reactiva de nuevo sus viruelas identitarias no contra el internacionalismo sino contra la democracia. En cuanto al "relato", esta misma combinación destructiva que ha debilitado el espacio multiplica los relatos identitarios pero impide por los mismos motivos la cristalización de una narración compartida. Cuando hoy se habla de "lucha por el relato" no se habla de la construcción de una choza común, por cutre que sea, sino de cómo ocupar el vacío dejado por los "hechos", de pronto flotantes e inasibles bajo la presión del neoliberalismo. La ausencia de lugar y de relato da sin duda facilidades tanto a las vanguardias organizadas de la derecha como a las respuestas reaccionarias de la ultraderecha; y, frente a sus atropellos, nos sentimos cada vez más impotentes y desarmados. Tenemos unos medios de comunicación de derechas que construyen la realidad a la medida de las vanguardias organizadas, neoliberales o neofascistas, y unos medios de izquierda, completamente a la defensiva, dedicados casi exclusivamente a denunciar a los medios de la derecha. Tenemos raperos en la cárcel y asesinos de ancianos en el poder. Tenemos una "policía patriótica" maquinando en las cloacas a favor de las vanguardias organizadas de la derecha. Tenemos un gobierno de izquierdas incapaz de derogar la ley Mordaza. Con razón un amigo periodista, al tiempo que se reprochaba su derrotismo privilegiado, me preguntaba hace poco: "¿De dónde se sacan las fuerzas para luchar cuando los malos no paran de ganar?". Nuestra respuesta, descorazonada, suele ser la de despolitizarnos y huir hacia la vida privada, una vida privada "miserable" de la que, con más motivos que nunca, deberíamos huir hacia el exterior. ¿Refugiarse en uno mismo? ¿Pero qué es uno mismo? Para muchos es un salario insuficiente, una casa apretada, una pantalla obsesiva, un sueño de lorazepam. No se puede huir más adentro. ¿O sí? Algunos huyen a sectas terraplanistas o, más allá, a la locura y el suicidio.
De nada sirve, en cualquier caso, dejarse llevar por la fraudulenta nostalgia de una época anterior que produjo el colonialismo, dos guerras mundiales, el fascismo, el estalinismo y una gavilla de dictaduras, incluida la nuestra, repartidas por todo el mundo. De lo que se trata es de averiguar cómo se puede construir un futuro democrático común desde la miseria simbólica -esa miseria simbólica que es enemiga, decíamos, de la pobreza creativa. ¿De donde sacar las fuerzas cuando los malos no paran de ganar? No tengo la menor idea. Las sacaremos, como siempre, supongo, del cuerpo de los demás: de los hijos, de los amores, de los amigos, de los vecinos intermitentes, de los compañeros de trabajo o de cuitas. Decíamos que lo que une a la gente son el lugar y el relato. No solo. También la celebración. Cualquier celebración: la de una victoria deportiva, la de un eclipse de sol o la de un concierto al aire libre. En términos políticos, ¿qué podemos hoy celebrar? Podemos alegrarnos, desde luego, de pequeñas conquistas no desdeñables, pero la gente no se reúne en botellón para celebrar unos presupuestos un poco más progresistas o una reforma de la reforma laboral un poco más garantista, por mucho que alivien nuestra vida material. La diferencia entre la miseria y la pobreza es que la pobreza siempre está compartiendo y celebrando algo. La lucha contra la miseria, por tanto, debe ser una lucha en favor de la pobreza, que aún resiste en las anfractuosidades de la hambruna simbólica. La izquierda debería apoderarse de todas las celebraciones; infiltrarse no en las organizaciones políticas, como hace la Policía, sino en las bodas, las raves, los estadios, las carreras populares, las paellas de los domingos, incluso en la Semana Santa. No olvidemos que, pese a los peligros y divisiones, si las luchas LGTBI y feminista siguen siendo pujantes y hegemónicas es porque tienen el Orgullo Gay y el 8-M, que son ocasiones de afirmación festiva y no solo de reivindicación. Como por el momento no podemos regocijarnos con la política, politicemos al menos la alegría. No porque la celebración constituya en sí misma un motor de cambio ni porque ofrezca ocasiones para la discusión y la pedagogía (que también) sino porque es la única experiencia que presupone aún un lugar físico y desprende aún un relato común. Porque constituye, en ese sentido, una fuente de energía verde indispensable en tiempos adversos. Porque necesitamos fuerzas -parasitadas a los otros- para seguir luchando por esas pequeñas conquistas políticas cuya misma pequeñez irrenunciable a veces nos desanima. Porque ser zapatero remendón (sin ninguna esperanza de revolución en el horizonte) es lo más importante que podemos hacer en estos momentos, además de un imperativo ético y político, pero las fuerzas para esa brega ingrata -en pos de un bien menor- solo las podemos encontrar saliendo al exterior, fuera de nosotros mismos, lejos de la miseria simbólica, al margen de las pantallas y el lorazepam, hacia el cuerpo de cualquier otro que, objeto de cuidados, sea también motivo de celebración. España y el mundo no dan de momento para más: conservar lo ganado, rebañar un milímetro a la reacción, politizar la alegría.
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