Dominio público

Ni la Inteligencia Artificial ni Ayuso bajarán a picar a la mina

Nere Basabe

En los inicios de la revolución industrial (casi) todo fueron buenas intenciones: Adam Smith, en La riqueza de las naciones (1776), nos contaba cómo un muchacho cuya ocupación consistía en abrir y cerrar la comunicación entre la caldera y el cilindro de una máquina de vapor en función del movimiento del émbolo, con más ganas de irse a jugar con sus amigos que de servir de mano de obra infantil, descubrió que, atando una cuerda entre ambas partes, la válvula que las comunicaba se abría y cerraba al son del pistón sin que fuese necesaria su asistencia. "Y así quedaba en libertad para irse a divertir con los otros niños", aseguraba el padre de la economía clásica: habiendo dado origen, sin ser consciente el pobre muchacho, a un avance técnico fundamental. En eso residía el principio de aquel temprano e ingenuo liberalismo: cada cual, guiándose de forma egoísta por su interés personal, contribuía inconscientemente al bien común. La mano invisible, ya saben.

Doscientos cincuenta años después hemos perfeccionado la máquina de vapor, la hemos sustituido por el motor de combustión, hemos descubierto la fusión nuclear, inventado la bomba atómica, llegado a la Luna o desarrollado las telecomunicaciones a escala planetaria; en Inglaterra, al menos, tampoco existe ya la esclavitud infantil. Y, sin embargo, por mucho progreso técnico que alcanzamos, de lo que no nos hemos librado es de tener que madrugar para ir a currar. Dichoso aquel niño que gracias a una cuerda pudo librarse del penoso trabajo en la fábrica y, aunque sucio de hollín, se fue a jugar a la pelota con sus colegas: hoy le habrían puesto a anotar, sin apartar la vista de la cuerda, cuántas veces por minuto el mecanismo abre y cierra la puñetera válvula.

Hace más de siglo y medio que se generalizó la jornada laboral de ocho horas. Fue en ello pionera la satánica revolución rusa de 1917, pero ya era una reivindicación muy extendida en los países occidentales desde mediados del XIX. La tecnología ha conocido un sinfín de revoluciones desde entonces; nuestros derechos, en cambio, van un poco más despacio y con la lengua fuera tratando de seguirle el ritmo a la transición digital, que no hay manera.

Mientras nos hacen fantasear con el sonido de campanillas de las 35 horas, la flexibilidad, la conciliación y la semana laboral de cuatro días, lo cierto es que, en la práctica, el Tribunal Supremo ha avalado que las empresas descuenten a sus trabajadores las pausas del café o para fumar un cigarrillo, y quién sabe si las de hasta ir al baño. Si el lunes a las ocho de la mañana estás atrapado en un vagón de metro a reventar o en un atasco en la M-30, en cambio, eso no cuenta como tiempo de trabajo: eso es un extravagante capricho tuyo, parece ser, con que llenar tu tiempo libre.

En la tertulia mañanera (ruido de fondo mientras yo misma trabajaba) donde tuve noticia de dicha sentencia disciplinaria, se habló también de teletrabajo: jefes desconfiados que instalan en el ordenador de sus empleados programas para espiar la actividad real y programas que los trabajadores se descargan para que el cursor no deje de moverse aleatoriamente por la pantalla. Luego se ocuparon de una polémica por el supuesto abuso de quien se pasa dos horas en una terraza con una única consumición. Los tertulianos, en su gran mayoría, se mostraron adeptos al sistema, aprobando las medidas del Tribunal Supremo, el empresario y el hostelero. Alguno mencionó con la boca pequeña aquello de que "lo importante es la productividad" y no las horas trabajadas, apeló a la responsabilidad individual y al "sentido común", algo en lo que todos coincidieron: el sentido común dicta que solo valemos en la medida en que producimos o consumimos. Nadie apeló a la dignidad humana.

Nos pirran las maldiciones bíblicas, y como no llueven ranas al gusto de todos, hemos abrazado con entusiasmo aquello de "ganarás el pan con el sudor de tu frente". Como me decía una amiga hace poco, "cada vez hay que trabajar más para ser más pobre". A este paso, en las pancartas de los próximos 1 de mayo acabaremos leyendo un reivindicativo "Nos quitarán el pan, pero nunca el sudor".

La nueva amenaza de nuestros días gravita en torno al desarrollo de la Inteligencia Artificial, que en su versión más apocalíptica acabará con la humanidad, y en la versión provinciana del mal de ojo gitano hará desaparecer uno de cada cuatro empleos cualificados. El miedo al colapso del mercado laboral ya lo vivimos antes, con la incorporación femenina en forma masiva o la llegada de migrantes que venían a robarnos el trabajo. También con los robots, a los que lo más interesante que he visto hacer por el momento es jugar al ping-pong. Antes de que comenzase el siglo, la supercomputadora Deep Blue ya le ganó al ajedrez al campeón mundial Kasparov, lo que me hace pensar que las superinteligencias, como no podía ser de otra manera, han venido aquí a divertirse y no a doblar el espinazo.

Si Auschwitz recibía a sus visitantes forzosos con aquel sarcástico lema de "El trabajo os hará libres", Marcuse -con más optimismo del que tradicionalmente se reconoce a la Escuela de Frankfurt en la que se le encuadra, pero escéptico a esas alturas sobre toda posibilidad real de una revolución proletaria triunfante- fijaba en El hombre unidimensional (1964) la esperanza de la emancipación humana en la tecnología.

Frente a la hiperespecialización, fuente de productividad y progreso en la versión de Adam Smith, Chaplin ya nos había mostrado en Tiempos modernos la alienación que suponía el sometimiento a la máquina, convirtiéndonos en seres disociados e incompletos. Los avances tecnológicos podrían venir al fin a liberarnos del yugo del trabajo (todas esas máquinas, dispositivos, robots e IA que no se cansan, no pierden la concentración, no fuman ni reclaman aumentos salariales), pero una mano más negra que invisible decidió que mejor podrían desarrollarse como un nuevo mecanismo de control social. Tras la Segunda guerra mundial, llegaron los electrodomésticos a los hogares norteamericanos, y lo que consiguieron fue que las mujeres se quedaran masivamente encerradas en sus casas.

Tal vez Isabel Díaz Ayuso sea una de esas nuevas inteligencias artificiales en periodo de prueba y, por eso, a menudo no alcanzamos a comprender las sinapsis que la llevan, como hace unas pocas semanas, a reaccionar al anteproyecto de ley de Representación paritaria de mujeres y hombres en los órganos de decisión anunciada por el Gobierno central, clamando indignada en la Asamblea de Madrid que ella no quiere bajar a picar a la mina, ni salir al mar a pescar, ni poner ladrillos (a estas alturas, y con la excepción de promotores, comisionistas y hosteleros, no debe de quedar un sector en Madrid que no haya sido vejado por su presidenta). Quién se iba a imaginar que ella es más de ponerse el casco de obra solo para cortar la cinta y salir en la foto. Lo de bajar a la mina tuvo su miga, porque ese mismo día tres jóvenes geólogos murieron atrapados en la mina de Súria, pero ya saben lo que pasa con la IA: que no tiene emociones ni empatía y, parece ser, los sentimientos tampoco ganan votos.

Puestos a sincerarse y seguir pendiente abajo por la senda de empleos estigmatizados por el marchamo del sexo, bien podría haber añadido que ella tampoco quiere trabajar de kelly en un hotel, limpiando urinarios ni cambiando pañales a los ancianos que aún le quedan vivos en las residencias. ¿De verdad creemos que no hay máquinas capaces de hacer las camas de un hotel más rápido que las kellys? Pero es que, por el momento, salimos más baratos que un robot o una presidenta de comunidad autonómica.

Porque, pese a tanto adelanto tecnológico, lo cierto es que seguimos trabajando ocho horas, menos los diez minutos que te descuenta la empresa por tomarte un café de máquina en un vaso de cartón. ¿Para qué querrían robots si ya nos tienen robotizados? Hace tiempo que podríamos habernos liberado de buena parte del trabajo. Pero, obviamente, no nos quieren libres. Libres somos un peligro; así que mejor estresados, agotados, no vaya a ser que nos dé por divertirnos, disfrutar, pensar o imaginar. Por eso no hay que preocuparse ante la posibilidad de que una Inteligencia Artificial venga a quitarnos el empleo: ya inventarán otras tareas, como anotar puntualmente las interacciones de la IA por minuto en una tabla de Excel, o servirle el café con hielo a Hal 2009, para que sus circuitos no se recalienten.

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