Hace mucho tiempo que asisto entre la prudencia y el desconcierto a las convulsiones de ese espacio que orbita alrededor de Unidas Podemos y que día tras día va mudando de forma y hasta de nombre. Quisiera observar el fenómeno igual que un científico observa una reacción química en un tubo de ensayo. Al fin y al cabo, eso es la pugna política: un agregado de sustancias reactivas que al chocar entre sí modifican su estructura y consumen o liberan energía. Los partidos, igual que la materia, se funden o se solidifican y a veces hasta se evaporan. La historia parlamentaria es un abecedario de siglas. Unas pocas hicieron fortuna pero casi todas se desvanecieron sin dejar rastro.
Digo que me gustaría ser ecuánime, pero sé que a menudo me dominan los afectos y la probeta está llena de gente a la que estimo y que ahora se desangra a cuchilladas. No hay nada novedoso, sin embargo, en el espectáculo del fratricidio. Lo vimos en Vistalegre II, donde el juego de las sillas eclipsó el debate de ideas. Lo vimos en aquel cónclave de IU de 2004 que encumbró a Gaspar Llamazares gracias a una polémica maniobra reglamentaria. Y si uno abre el ángulo y se remonta a épocas más lejanas, encontrará las diversas escisiones prosoviéticas del PCE o la rivalidad encarnizada con el POUM durante la guerra civil.
El pasado domingo, el acto de Sumar en Margariños presentaba el confuso aspecto de una maleta con doble fondo. En la superficie quedaron las sonrisas de los reencuentros y el verbo épico de Yolanda Díaz, que clavó su mirada en el horizonte de la presidencia. Por debajo, en cambio, la ausencia de Podemos enrarecía cualquier efusión de entusiasmo. La formación morada, invisible y sobreentendida, anduvo flotando por el aire del polideportivo igual que un fantasma familiar en una mansión gótica. Nadie en la prensa fue capaz de mencionar a la vicepresidenta sin dibujar a Pablo Iglesias como su oscuro reverso, un sombrío Mr. Hyde al que conviene echar de comer aparte.
Las redes sociales, ese falso simulacro de asamblea permanente, no han depuesto las armas ni un solo segundo. Las escaramuzas digitales se multiplican con la virulencia de un episodio de Juego de Tronos. Y entre las ráfagas de fuego amigo —más mortífero e irreversible que el fuego enemigo—, muchos levantan como una bandera blanca la arcadia feliz de la unidad de la izquierda. La unidad de la izquierda, no obstante, tal vez solo sea una bonita combinación de palabras hinchadas por la levadura de las pasiones. Algo que en el fondo nadie quiere. ¿Cuáles son los contornos de la izquierda? ¿Esa unidad implica una fusión orgánica o basta con un esporádico remiendo electoral?
Durante los primeros balbuceos de Podemos, allá por 2014 y 2015, se habló mucho de la relación que los morados debían entablar con la menguante Izquierda Unida. En 2016, Iglesias y Garzón firmaron el célebre pacto de los botellines con no pocas resistencias internas. Recuerdo que el entorno de Íñigo Errejón renegaba de la amalgama. Al fin y al cabo, Podemos había florecido con un aire de impoluta novedad y temía quedar lastrado por el estigma poscomunista. El eterno campo de batalla entre izquierda y derecha se presentaba entonces bajo el antagonismo de los de arriba contra los de abajo. Era la teoría populista de la centralidad del tablero.
¿Qué ha cambiado para que los dirigentes de Más País se adhieran a un proyecto como Sumar, que descansa sobre el carisma de una militante ya histórica del PCE? Aquí es posible formular dos hipótesis no necesariamente contradictorias. Puede ser que Errejón haya olido la ocasión de recuperar el protagonismo que perdió en el segundo Vistalegre y que su apuesta por Sumar tenga algo de revancha frente a quienes lo relegaron a la minoría del Consejo Ciudadano. Puede ser también que Sumar esté dispuesta a despojarse de los viejos aparejos de la izquierda y apueste por la baza nebulosa de los significantes vacíos. A Podemos le funcionó en 2014. Pero estamos en 2023.
Sospecho que la unidad de la izquierda no figura en ningún calendario. De hecho, ya existe un precedente cercano de amontonamiento de siglas. Ocurrió en las elecciones al Parlamento de Andalucía de 2022 con un resultado de mal agüero: cinco escaños desavenidos y una mayoría absoluta del PP. Una advertencia de lo que puede ocurrir en los próximos comicios generales. Por otro lado, Díaz arremetió en Margariños contra los diputados independentistas que no avalaron su reforma laboral. No hay atisbo de unidad, me parece, en desmarcarte de medio grupo parlamentario de Unidas Podemos y embestir a los partidos de izquierda que sostienen tu ejecutivo.
Y quizá aquí, más allá de los rencores personales, hemos pinchado en hueso. Había dos grandes promesas electorales que conciliaban al bloque de la investidura, dos grandes leyes de Rajoy que urgía derogar: la reforma laboral y la ley mordaza. Entre pretextos y malabarismos, el PSOE fue dando largas hasta contradecirse y terminó auspiciando dos correcciones parciales que rompían el bloque de investidura y que ni siquiera contaban con mayoría. La reforma laboral, acordada con la patronal y con Ciudadanos, prosperó gracias a la torpe carambola de Alberto Casero. La ley mordaza continúa vigente después de que el Congreso discutiera un sucedáneo de reforma.
Estoy dispuesto a entender las llamadas al pragmatismo, al posibilismo, a la política de lo real. Al fin y al cabo, negociar siempre es ceder. Lo que resulta un tanto anómalo es ceder en aquellos puntos que siempre fueron un acuerdo, en aquellas medidas que se prometieron a viva voz y que todavía hoy figuran en las hemerotecas y en los programas electorales respaldados por la mayoría de los votantes. Y en esta encrucijada, incluso tragando lo intragable, había dos opciones: señalar la cobardía del PSOE o culpar a las izquierdas que no quisieron renunciar a sus aspiraciones. Ignoro por qué se eligió la segunda opción, pero esa cruz empaña otras conquistas de la legislatura.
Hace ya más de veintitrés años, el PSOE e Izquierda Unida anunciaron un hermanamiento preelectoral que iban a suscribir Joaquín Almunia y Francisco Frutos con el propósito de formar un "Gobierno de progreso". José María Aznar logró así su primera mayoría absoluta. Si bien el PSOE sufrió un notorio tropezón en las urnas, Izquierda Unida perdió de un plumazo el 52% de sus votantes. La historia es una gran maestra pero el ser humano es un alumno poco aplicado.
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