La pasada Semana Santa en un programa satírico de la televisión pública catalana emitieron un sketch en donde unos humoristas bromeaban con la devoción popular mariana andaluza, imitando de manera forzada el acento andaluz y con una de ellos disfrazada de la Virgen del Rocío llegando incluso a hacer bromas sexuales sobre su virginidad. A la emisión le siguió una oleada de protestas en Andalucía. Una de las primeras indignadas fue la líder de la marca andaluza de los anticapitalistas, Teresa Rodríguez, que vio en ello un episodio más de andaluzofobia, señalando que no era humor porque no iba de abajo hacia arriba. Pronto se le sumaron voces de la derecha, incluidos obispos, alcaldes populares y el mismísimo Presidente de la Junta de Andalucía que exigió públicamente una rectificación. Al final, hasta la hermandad matriz del Rocío anunció acciones legales contra la televisión.
Hay quien dice que este episodio ha vuelto a poner de actualidad el debate sobre los límites del humor. En realidad, lo que pone de manifiesto es lo difícil que resulta ejercer libremente la libertad de expresión en nuestra sociedad cuando se usa contra las ideas mayoritarias de un grupo amplio.
Ciertamente, los andaluces estamos cansados de ser objeto de burlas por nuestro acento. Superados antiguos complejos de superioridad, la mayoría de la gente en Andalucía reivindica una forma de hablar el castellano propia y enriquecedora. Los tópicos del andaluz vago e ignorante hacen aún daño a nuestra sociedad seguramente de un modo más intenso -por su componente clasista- que otros tópicos igualmente dañinos como el del catalán tacaño, el vasco bruto o el gallego sin personalidad. Sin embargo, eso no significa que cada vez que alguien, con mayor o menor acierto, imite nuestro acento estemos ante un caso de odio a lo andaluz. El sketch se ríe de la religión católica y de la devoción popular en Andalucía. Sin duda. Pero no deja de ser un ejercicio de crítica que, guste más o menos, apena se diferencia de otras.
¿Los que se quejan del sketch de la televisión catalana nunca han hecho bromas imitando el acento galleguiño? Lo dudo. Apuesto también a que la mayoría de ellos alguna vez han llamado gordo a Buda, se han reído de que los musulmanes no puedan disfrutar del jamón o han ironizado con que los judíos no puedan entender una luz en sábado. Normalmente, los mismos que se burlan de la bajada del ángel en el misterio de Elche o del ayuno durante el Ramadán montan en cólera cuando es otro el que hace humor a partir de sus tradiciones y religión. Es la maldición de la libertad de expresión: todos la quieren para sí, pero nadie la entiende en los otros.
Quienes ahora se indignan con ese sketch, adoptan la postura contraria cuando se trata del derecho de ellos o su gente a reírse de otros. Teresa Rodríguez, por supuesto, defiende que en el carnaval de Cádiz se rían de Ortega Lara haciendo bromas sobre el tiempo que pasó a la sombra. Y evidentemente, Juanma Moreno defiende sin dudar el derecho de los vecinos de Coripe de quemar monigotes con la esfinge de Carles Puigdemont y otros líderes independentistas. Esto último, por cierto, muy criticado por algunos de los catalanes que ahora defienden a muerte el derecho de los humoristas de TV3.
Por supuesto que todos los ofendidos -tanto los cristianos de romería, como los andalucistas neofolklóricos o los catalanes susceptibles- dirán que no están contra el humor. ¿Quién va a decir que no le gusta el humor? El mismísimo Presidente de la Junta de Andalucía deslizó en sus declaraciones que los andaluces son muy graciosos, incidiendo en el falso tópico que reprocha a otros. Opinan, sin embargo que el humor tiene límites. No especifican cuáles y uno termina por creer que el límite es no molestarlos a ellos. Los mismos que dicen que defienden el humor se creen con derecho a decidir qué es o no gracioso y aceptable. El humor soy yo y por mis santas narices establezco que si se ríen de lo mío ya no es gracioso sino ofensivo.
En realidad la sociedad está perdiendo la capacidad de diferenciar entre ofender y ofenderse. Jurídicamente un insulto implica una intención expresa de atentar contra la dignidad ajena, negando la esencia misma de la persona a través de la humillación. Sólo eso es una ofensa prohibida. En reflexivo, en cambio, se ofende quien quiere. Hay señores a que se ofenden porque alguien vea una procesión en zapatillas deportivas y otros porque las mujeres usen minifalda. A los progres les ofende que Vox justifique la guerra civil y a los fachas que alguien se alegre de la muerte de un torero. Pero que a alguien le moleste una opinión ajena, incluso que le moleste muchísimo o se deprima al ver reír a los demás de cosas que no le hacen gracia, no significa que sea una ofensa. En realidad la norma de una sociedad libre es que si te molesta que los otros se rían, te aguantas salvo que se trate de un insulto, es decir de un intento de humillación.
Recientemente, una nueva noción se está equiparando a la de insulto: el delito de odio. Se trata de evitar la discriminación hacia colectivos vulnerables y para ello, el propio Tribunal Europeo de Derechos Humanos permite prohibir las expresiones que inciten a la discriminación. El problema es que, en un país donde cada ciudadano tiene alma de censor es fácil acabar justificando que todo incita, indirectamente, a la discriminación. La realidad es que la plenitud del derecho a la libertad de expresión exige que sólo se castigue a quien anima directamente a otros a discriminar, pero nunca a quien se limita a exponer un juicio de valor sobre otros, incluidos los colectivos vulnerables.
En la misma línea, desde la izquierda se quiere distinguir el humor crítico, que iría de abajo arriba, es decir desde los oprimidos hacia los opresores y el humor discriminatorio que iría en el sentido contrario para sostener los estereotipos de dominación. El primer problema de esta distinción es la dificultad de delimitación. ¿El humorista que se ríe de una virgen o de la religión se hace desde arriba? ¿El intelectual que se mofa de la religiosidad popular se vale de alguna superioridad? Y en tiempos de gobierno de izquierdas ¿es humor hacia abajo reírse del Partido Popular? Sospecho que más de un juez se apuntaría feliz a esta teoría. Más allá de tanta subjetividad, se trata de un argumento terrible que autoriza o no la crítica según quién la haga. Es la versión intelectualizada de la idea tradicional de que "de mi madre me río yo, pero nadie más". Una patrimonialización del humor que implicaría que para reírse de los andaluces hay que ser andaluz y para hacer bromas de mariquitas hay que ser gay. El humor se convertiría en un derecho ‘de autor’ que sólo pueden ejercer los colectivos implicados. Desde esta perspectiva parece que lo que le molesta a algunos no es que blasfemen con la reina de la marisma, sino que lo hagan precisamente unos catalanes. Tremendo dislate.
Los liberales españoles tienen una obsesión prohibir que parece haber contagiado a la izquierda anticapitalista. ¿Queremos vivir en una sociedad donde nadie se atreva a criticar a la iglesia o a los movimientos populares y populistas? todo el mundo -una vez más- dirá que no. Pero en cuanto cualquiera se siente ofendido no tarda en contribuir a esa censura. La risa es uno de los modos más incisivos de crítica social. Ciertamente, a nadie le gusta sentirse objeto de escarnio y todos preferimos contestar a un debate sosegado antes que a una broma. Pero imponer el único modo lícito de crítica social es un recurso autoritario que olvida que la risa permite someter a debate cuestiones que de otro modo serían difíciles de tratar y tiene un poder de difusión social mucho más amplio que cualquier otro.
Las ocurrencias de los autores de la broma pueden ser contradichas libremente en el debate social. Cualquiera es libre de opinar que le gusta o no, que le hace gracia o no, que comparte la crítica o no. Pero montar en cólera dando a entender que debería ser algo prohibido por la ley o por las convenciones sociales es simplemente un atentado contra la libertad de exprresión.
Intuyo que todo este esfuerzo argumental es una batalla perdida. Con la misma facilidad con la que nos reímos de los demás, nos indignamos cuando alguien se ríe de nosotros utilizando siempre el argumento de que ‘no es lo mismo’. Por supuesto. Nunca es lo mismo aceptar la crítica que ejercerla. Precisamente por eso las normas, tanto las jurídicas como las sociales, no deben aplicarla los ofendidos, sino quien sea capaz de ver cualquier debate con cierta distancia. Imitar con más o menos acierto el acento andaluz al afirmar que la virgen del Rocío está más caliente que el palo de un churrero no merece ninguna sanción. Ni jurídica, ni social. Seguramente sea una crítica social falta de contexto y conocimiento que no valora suficientemente todas las dimensiones de la religiosidad popular, pero eso solo se soluciona mediante el debate social, no con quejas ni prohibiciones. Y sí, los señores sudorosos que cargan en sus hombros a la virgen por su aldea pueden sentirse mal al oír ese comentario. Y algunos andaluces pueden molestarse por el hecho de que tras siglos de opresión nuestro acento aún provoque risa. Pero el humor es así. El disparate es tener que argumentar tanto para defender el derecho de un humorista a contar un chiste y a reírse.
Cuando este año saquen a la Virgen, por favor, que nadie se ría. Que la risa ofende a los puritanos.
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