Tal ha sido el éxito de la reforma laboral impulsada por Yolanda Díaz que ni los hosteleros encuentran camareros dispuestos a dejarse explotar ni Vox encuentra, a pesar de tantas prebendas, bicocas y dietas asociadas al escaño, quien quiera ostentar el cargo de diputado de la Nación. El portavoz del grupo parlamentario ultraderechista ya no quiere ser parlamentario, y hay quienes laurean que tampoco ultraderechista, aunque eso me cuesta más creerlo. El siguiente de la lista y sucesor en el cargo también ha renunciado: para qué los presentan si ya saben que en ese partido nadie quiere trabajar. Pronto encontraremos en Linkedin una oferta de empleo, sin más requisito que ser cristiano viejo, español muy español y no sufrir de daltonismo, para acertar siempre con el botón rojo del no a todo avance social.
Mientras los señoritos, fieles a su estilo, abandonan el barco antes de que se vaya a pique, parece haberse hecho con los mandos de la nave su capataz, esa siniestra caricatura de Filemón llamado Buxadé, que rima con Fouché, inventor de la policía política moderna. Muchos hablan de una escisión entre ultracatólicos y liberales, hasta ese punto se ha devaluado el nombre de la libertad. Pero de este enésimo abogado del Estado, omnipresente en la campaña en su calidad de responsable de la Acción Política del partido ultra y a pesar de no concurrir a las elecciones, me preocupa, casi más que sus orígenes falangistas, la década que pasó cómoda y silentemente atrincherado en la barrera del Partido Popular.
Los resultados electorales del pasado 23 de julio pintaron un panorama incierto, con suficiente margen para que casi todos celebrasen sus resultados, porque para ser un ganador hay que dar primero imagen de ganador, tal y como enseñan los gurús de todas esas escuelas de negocios y cursos de marketing, liderazgo y autoemprendimiento por los que, quien más quien menos, transitan estos nuevos adalides de la cosa cada vez menos pública. Solo Santiago Abascal, que no quería salir a reconocer la derrota, subió finalmente al balcón para proclamar la épica del fracaso por la pérdida de 19 de sus diputados y culpando de la debacle, eso sí, al pobre Feijóo. Ni cuando los Ciudadanos de Rivera y Arrimadas pasaron de 57 a 10 escaños patalearon tanto.
Este hundimiento que tantos auguran estos días y que es más bien enterramiento contrasta sin embargo con su poder real en el panorama político español a día de hoy: Vox ha entrado ya en el gobierno de coalición de Castilla y León, València, Balears, Extremadura y Aragón, tiñendo así con su verde negacionista buena parte del mapa autonómico, aunque ellos no crean en el Estado de las Autonomías; a nivel municipal, más de ocho millones de españoles viven en pueblos y ciudades cuyos consistorios, bien en solitario o en coalición, están en sus manos. Migajas, pensarán aquellos que solo creen en España, una, grande y libre donde no se pone el sol.
Pero no es poca cosa como para regodearnos ahora con sus cuchilladas internas, y lo que es más importante: ya han triunfado al introducir en el debate público su agenda de lo paranormal, que chapotea en delirios conspiracionistas a la caza de los ectoplasmas del globalismo comunista, de filoetarras, peligrosos lobbies de la ideología de género y el ecologismo, MENA violadores, okupas y demás almas errantes de aquellos que quieren romper España y acabar con la civilización cristiana; a fin de cuentas, si José Antonio seguía ¡Presente! después de muerto, por qué no todos estos otros judeomasones bolcheviques.
La vocación del Partido Popular como partido atrápalo-todo se ha visto camaleónicamente impelido a dar un pasito pa'lante, un pasito pa'trás, hasta adoptar toda esa neolengua canallesca de la posverdad como otrora chapurreaban catalán en su intimidad. También se han apresurado a adoptar esa buena cantidad de medidas políticas que no apoyan pero que resultan urgentes para arreglar los problemas reales de los españoles allá donde cogobiernan, eliminando consejerías y concejalías de igualdad, de violencia de género, derogando leyes locales sobre memoria histórica, protección animal o medioambiental, quitando carriles bicis a diestro y siniestro o rechazando la apertura de nuevos centros para la acogida de migrantes como han hecho esta misma semana en La Rioja o Cantabria, donde no pueden escudarse en las exigencias xenófobas de sus compinches ultras porque gozan de mayoría absoluta.
Lo importante, así, no es lo que pase con Vox, sino lo que pase con el Partido Popular de aquí en adelante. De lo poco memorable de Pablo Casado queda aquel duro discurso en la primera moción de censura auspiciada por Vox, donde insistió en que no, no eran lo mismo, rechazando la gamberrada parlamentaria. En la segunda moción, protagonizada por Tamames, el más gallego PP de Feijóo dijo que ni que sí ni que no, y se abstuvo. Ahora son ellos los que abanderan el golpismo parlamentario, insistiendo en aquello de la lista más votada, mientras sus damas de hierro y de honor madrileñas no ocultan su voluntad de mimetizarse con el partido ultra, hasta que solo vuelvan a ser uno. Uno, grande, y libre.
Soy lo suficientemente vieja ya como para recordar aquel congreso del PP en el que Alianza Popular se convirtió en el Partido Popular, Fraga cedió el relevo a Aznar y este dio el volantazo al centro. Aquel frío enero de 1989, una señora muy aseñorada mostraba su perplejidad ante las puertas del congreso, porque ella siempre había sido de derechas, pero ahora le venían a decir que era de centro. Tampoco se oponía al cambio, mientras le dejaran seguir paseándose con su abrigo de pieles y ondear su banderín rojigualda. En eso consistía todo, y ella feliz. Aquel era el PP de Aznar, donde cabían franquistas, meapilas, liberales o conservadores; el PP que, en opinión de muchos, desbarató el "maricomplejines" de Rajoy, y que acabó, como una estrella de mar que se reproduce de forma asexual, escindiéndose en tres brazos.
La fagocitación de Ciudadanos podemos darla hoy por amortizada. Podría aducirse que el regreso del hijo pródigo liberal tenía el terreno allanado: poco dados a respetar los plazos del luto, ya están llamando con sus cantos de sirena a esos supuestos liberales bien vestidos y apellidados que ahora se apean de Vox. Incluso acarician el sueño húmedo de atraer hacia el lado oscuro a algún "socialista de bien".
Como fruto de un berrinche infantil, permitieron que su pupilo Abascal y otros enajenados se desfogaran exhibiendo sin complejos las nostalgias de sus más bajos instintos. Pero es hora de que vuelvan al redil. Claro que la puerta que habrá de abrírseles ya no será la del centro, sino otra trasera mucho más oscura. Cuca Gamarra, y los nuevos varones y baronesas del partido, ya les están acicalando esa entrada con su alfombra azul. A veces me pregunto cómo harán para convivir los que defienden el Estado de las Autonomías con aquellos que lo niegan, europeístas y atlantistas con soberanistas putinistas, los de la libertad del individuo con los de la moral ultracatólica, el dinero apátrida con el proteccionismo xenófobo, feministas liberales con machistas paleolíticos, populistas con constitucionalistas, nazis con sionistas; hasta que me acuerdo de que siempre estuvieron ahí, juntos y revueltos. Ahora todos corremos el riesgo de que, en la práctica, el pez pequeño de Vox se trague con sus formas y su ideario al esclerotizado PP, convirtiéndose en una gaviota zombi, parasitada y hambrienta de poder. Y ese Partido Popular hipertrofiado y renovado hacia el pasado entonces sí podría alcanzar la mayoría absoluta. Al enemigo es mejor verle la cara sin disfraces.
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