Aquella mañana de junio, cuando sonaron los primeros disparos, el camarógrafo argentino Leonardo Henrichsen no sabía que iban a matarlo. Había llegado al Hotel Crillón de Santiago de Chile para registrar una entrevista pero lo sorprendió el estruendo de los carros de combate, de modo que agarró su cámara y salió en busca de alguna imagen redonda y elocuente que resumiera aquella sublevación, la sublevación del teniente coronel Roberto Souper, una tentativa autoritaria contra Salvador Allende que pasaría a la historia con el nombre de Tanquetazo y que iba a servir de aperitivo para el ataque final contra el Palacio de La Moneda en septiembre.
Lo último que vio Henrichsen antes de morir fue el rostro de su asesino. También nosotros podemos verlo ahora en un metraje confuso y clandestino de gente que huye en estampida sin atreverse a volver la mirada. El ojo de Henrichsen no se arredra, mantiene el pulso y apunta hacia una patrulla militar que se despliega en la calle Agustinas. Es entonces cuando uno de los uniformados le clava la mirada. En un instante eterno, el militar mira al camarógrafo y el camarógrafo mira al militar hasta que el brazo armado se extiende, el revólver abre fuego y Henrichsen graba así su propia muerte.
A veces no importa cuántos ojos hayan presenciado un crimen porque los tiranos siempre encuentran un camino para hacer pasar a los testigos por lunáticos o mentirosos. Durante muchos años, el último vídeo de Leonardo Henrichsen ha estado disponible como un testimonio atroz del clima de amenaza que se impuso en los últimos meses de gobierno de Allende. No fue hasta 2005 cuando se supo que las imágenes correspondían al cabo segundo Héctor Hernán Bustamante, que iba a fallecer antes de que el caso prosperara en la Corte de Apelaciones de Santiago. Roberto Souper, líder del Tanquetazo, murió en 2015 bajo la sospecha de haber participado en el asesinato de Víctor Jara.
El otro día, en el cincuenta aniversario del bombardeo de La Moneda, el ABC celebraba el "fracaso de la ‘vía chilena’ al socialismo de Allende". Lo celebró con palabras semejantes el día mismo del alzamiento y hasta le dedicó una portada laudatoria a los militares sublevados. Ahora sabemos con más certeza si cabe que el golpe de Estado no fue flor de un día sino la guinda última de una larga guerra económica, mediática y militar contra la mera posibilidad de un socialismo democrático. Pero no bastaba con el dinero de la CIA o con el terror desinformativo del diario El Mercurio. Había que deshacerse de los testigos. Había que matar al camarógrafo.
Estos días, la lente rota de las gafas de Allende se ha consolidado como un símbolo de gratitud y de memoria que nos lleva sin querer hacia otro lugar del mundo. Era enero de 1972 en una Irlanda convulsa y dividida por una frontera que muchos se negaban y se niegan a aceptar. Aquel domingo de sangre, en el Bogside de Derry, miles de personas salieron a las calles para protestar porque las autoridades británicas habían enredando a la minoría irlandesa en una rutina asfixiante de encarcelamientos arbitrarios. A las cuatro de la tarde, entre cañones de agua y gases lacrimógenos, un destacamento de paracaidistas abrió fuego contra la muchedumbre.
En los murales del Bogside que honran a las catorce víctimas del Bloody Sunday hay un rostro que sobresale entre los demás. William McKinney lleva traje y corbata y unas gafas de montura gruesa que recuerdan remotamente a las gafas de Allende. Tenía una cámara Sony Super 8 y aquel día había salido a la calle con la emoción del cineasta amateur que se siente parte de un acontecimiento histórico. Cuando su hermano Micky lo vio por última vez, William estaba encaramado a un árbol capturando unas imágenes que iban a dar la vuelta al mundo y que tienen ya cierto aire de testamento.
La Super 8 de William McKinney se exhibe como un tótem sagrado en una vitrina del museo Free Derry. Su hermano John es ahora su albacea y trabaja mostrando la historia del barrio a los visitantes. Lo he visto moverse entre los bloques del Bogside como un salmón en una torrentera, con algo de veterano o de superviviente, con unos ojos diáfanos que han conocido los temblores de la guerra y los últimos abrazos de la paz. En un chispazo de nostalgia recuerda aquella mañana infantil en que se despertó para ver llegar a los soldados con órdenes de desmantelar las barricadas que circundaban el barrio. La no-go zone.
John McKinney nos conduce por una bocacalle para mostrarnos el lugar exacto donde el Soldado F disparó a su hermano por la espalda. En la pared se conservan algunos orificios de las balas. Han pasado más de cincuenta años y la justicia se vuelve cada vez más huidiza. Estos días, la Cámara de los Comunes británica avanza hacia una nueva ley que permitirá despenalizar los delitos perpetrados durante el conflicto. Amnistía Internacional ha puesto el grito en el cielo, los partidos irlandeses hierven de contrariedad y las familias de las víctimas fruncen el ceño. El debate sobre la amnistía catalana palidece frente a la tolvanera que podría desencadenar la nueva ley de Rishi Sunak.
Las cosas fueron distintas bajo el mandato de David Cameron. John McKinney aún recuerda el día en que el Gobierno británico asumió la masacre del Bloody Sunday. Fue "injustificado e injustificable", dijo Cameron después de una agotadora investigación. Aquel acto de desagravio póstumo tal vez sepa a poco, pero las cámaras captaron los aplausos de la multitud, el gesto de jovialidad de los familiares y la expresión satisfecha de John McKinney, que agitaba el puño al viento en señal de victoria. Su hermano, igual que Leonardo Henrichsen, sobrevive en unos metros de celuloide. Los soldados mataron al testigo pero dieron vida eterna al testimonio.
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