Dominio público

Contra la violencia del olvido

Noelia Adánez

Contra la violencia del olvido
El rey Juan Carlos junto a Augusto Pinochet

El pasado 11 de septiembre se cumplieron cincuenta años desde el golpe militar perpetrado por Augusto Pinochet contra el gobierno democrático de la Unidad Popular, presidido por Salvador Allende en Chile. El país, que atraviesa una fase de fuerte confrontación política y social, afrontó esta conmemoración dividido, también con relación al significado atribuido a unos hechos que, de tan cercanos, hacen todavía parte de un pasado presente. La dictadura concluyó en 1990 y apenas una década más tarde comenzó una querella sobre la "verdad histórica", una disputa sobre el relato y la interpretación de unos hechos que quien primero trató de presentar en beneficio propio fue el mismo dictador al poco de verificarse su detención en Londres, por agentes de Scotland Yard, acusado de genocidio, terrorismo y tortura.

Pinochet escribió una Carta a los chilenos en la que se presentó como redentor de un país que la UP estaba a punto de entregar a la influencia soviética. De inmediato, un sector significativo de la comunidad académica chilena respondió con un Manifiesto de historiadores que desprestigió la versión que ofrecía Pinochet porque la suya era, meramente, una interpretación de parte. El manifiesto reclamaba un "verdadero trabajo historiográfico" sobre el periodo. En paralelo, el historiador Gonzalo Vial (que había participado en la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación instada por el presidente Patricio Alwyn) comenzó a difundir en artículos de prensa una versión que fue ganando peso en la opinión pública: la de que la intervención militar sobre el gobierno de Allende era una cuestión de higiene política y moral porque lo que la Unidad Popular traía consigo era el caos.

En suma, con la detención y el juicio a Pinochet el pacto del olvido que había caracterizado la forma transicional chilena en primera instancia se desmanteló. Dos memorias enfrentadas, la de la dictadura como "salvación" y la de la dictadura como régimen de represión y sistemática violación de los derechos humanos se pusieron sobre la mesa. Quienes entonces y ahora continúan reclamando que la dictadura pinochetista incurrió en sistemáticos atropellos a los derechos humanos e instauró un sistema económico neoliberal cruento y opresivo, sostienen que la reconciliación no puede ser el marco; tiene que serlo la justicia.

Las controversias continuaron y siguen abiertas hasta nuestros días. En 2004 se publicó un nuevo manifiesto, Contra los que torturan en nombre de la Patria, y en 2007 otro más bajo el título La dictadura militar y el juicio de la historia. La creación del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos que inauguró Michelle Bachelet a principios de 2010 recibió críticas de los sectores conservadores, que iniciaron un rearme ideológico para dar la batalla cultural por la memoria desde organizaciones como la Corporación 11 de septiembre (creada en 1999 con el propósito de difundir "la obra y el legado de la dictadura militar").

La chilena, como otras sociedades latinoamericanas, se ha visto afectada por duras disputas en torno a la memoria histórica, que se ha colocado en el centro de lo que tanto nos gusta llamar batallas culturales. Las distintas controversias que se han ido sucediendo han implicado, entre otras cosas, un cuestionamiento de la autoridad de los discursos expertos, de los historiadores, cuyo trabajado ha quedado un tanto deslegitimado o desdibujado por los revisionismos extraacadémicos y la ofensiva de las memorias. Y es que la innegable dimensión política de la historia la convierte en un terreno propenso a las luchas por la hegemonía y el poder; la historia puede presentarse, en este sentido, como un campo de batalla en el que, como diría Enzo Traverso, se dramatiza la lucha de memorias. Y esto es así hasta el punto de que, como tal vez esté sucediendo en Chile, la historia -a efectos de prestigio público- puede quedar subsumida por la memoria.

En España, a diferencia de lo que sucede en Chile, no ha habido una inundación de las memorias en el debate y las políticas públicas, sino un tímido intento por parte del gobierno de Rodríguez Zapatero de dar respuesta a la demanda de las asociaciones memorialistas, cuya actividad en nuestro país data de la década de los años noventa. La Ley de Memoria Histórica de 2007 despertó suspicacias entre historiadores como Santos Juliá, quien criticó con vehemencia los estragos del "imperio de la memoria" y los obstáculos que la memoria planteaba al discernimiento de la verdad histórica.

El movimiento memorialista, por su parte, no venía a contraponer una verdad a otra, sino a exigir que historiadores y poderes públicos se hicieran cargo de las víctimas de la represión franquista y a demandar que se deshiciera el pacto del olvido que había planeado sobre nuestra historia democrática. Nadie pretendió entonces que hubiera una única memoria y menos aún que hubiera que consensuar una interpretación del pasado tout court que quedara al margen de interpretaciones y revisiones ulteriores. Lo que esperaban las asociaciones memorialistas es que después de cuarenta años de democracia hubiera un compromiso público con la verdad, la justicia y la reparación. Lo siguen esperando un año después de la aprobación de una nueva ley, la de Memoria Democrática que, como ha explicado el presidente de la ARMH, Emilio Silva, resulta insuficiente. Cumplir con el deber de memoria que la propia ley reconoce que el Estado español tiene sin desarrollar políticas de reparación integral es hacer un brindis al sol.

Por lo demás, el enconamiento de algunos de aquellos debates en torno a historia y memoria que acompañaron la aprobación de la ley de 2007 fue en paralelo al surgimiento, dentro del espacio estricto de la historiografía, de un revisionismo neoconservador disponible para las derechas y sus batallas culturales y que muy posiblemente ha jugado en contra de las posibilidades de una ley que nació lastrada, entre otras cosas, por una visión transaccional, acrítica e idealizada de la Transición. Necesitamos que se siga cultivando una historiografía compasiva con la memoria de las víctimas de la represión franquista, una historiografía que entienda la memoria como lo hacía Walter Benjamin, como una herramienta para luchar contra la violencia del olvido. Porque más que ninguna otra cosa necesitamos como sociedad que de una vez por toda se haga justicia, se identifique y se dignifique a los 114.000 desaparecidos del franquismo.

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