Es la típica zona residencial de un pueblecito de los Estados Unidos. Un joven entra armado a primera hora de la mañana a una escuela infantil en Newtown, Connecticut, y dispara contra profesores y alumnos, matando a veinte niños, a varios adultos y luego suicidándose. El caso, uno más en la larga lista de masacres en aquel país, ha traído cola hasta hoy. No porque fuese un acontecimiento excepcional, sino por el uso perverso que hizo de este un sinvergüenza sin escrúpulos llamado Alex Jones.
La verdad contra Alex Jones, dirigido por Dan Reed, un documental estrenado recientemente, retrata el proceso legal de los padres de los niños asesinados contra este conocido ultraderechista, uno de los mayores difusores de bulos y conspiranoias del planeta. Jones se dedicó a promover la idea de que la matanza no había ocurrido y que todo era un montaje para prohibir las armas. Los padres y las madres de las víctimas, a quienes acusaba de ser actores, sufrieron una terrible campaña de acoso a partir de las reiteradas burlas y teorías disparatadas sobre el suceso que este propagandista del odio les dedicaba en su canal de televisión por internet.
Jones lleva décadas actuando ante las cámaras, creando su personaje y una marca personal, como tantos otros charlatanes y vendedores de crecepelo que se popularizaron en las radios y en las televisiones por cable, y para quienes internet fue mucho más que una bendición. En sus programas mezcla sus discursos con anuncios de sus propios productos, todo aderezado con gritos, aspavientos y toda la teatralidad posible para que no dejes de mirar. Se presenta a sí mismo como un outsider, alguien al margen del poder, que duda de las verdades oficiales y hace pensar a la ciudadanía ofreciendo ‘verdades alternativas’. Él dice la verdad frente al complot de unas élites por ocultarla, mientras pide el voto para Donald Trump y te vende su último elixir.
Jones no es un personaje excepcional. Hay muchos como él, también en España, que se aprovechan de aquellos que necesitan sentirse especiales y se aferran a cualquier vendemotos que les seduzca con su verborrea. Así funcionan también las sectas, los fanatismos y, en este caso, los conspiranoicos, un sector al que desde la pandemia del COVID-19 se le está prestando, por fin, un poco más de atención. En el caso de Jones, y en el de muchos otros personajes, es su maldad, su bullying y su falta de escrúpulos lo que atrae a gente podrida que necesita una excusa, un líder que avale su maldad y no solo entienda, sino que fomente su odio sin tener en cuenta sus consecuencias. Y es también esta miseria moral, usando el asesinato de varios niños norteamericanos para lucrarse, lo que ha provocado que alguien le dedique, por fin, un documental exponiendo la basura de persona que es.
Hace un año escribí sobre un caso similar al de Alex Jones a partir de una magnífica miniserie titulada La voz más alta (2019) sobre la cadena Fox News. Precisamente, una de las criaturas que cobijó esta cadena, Tucker Carlson, se dio un paseo por los disturbios de Ferraz del bracito de Abascal, y lleva ya tiempo de gira por todo el mundo promocionando a las ultraderechas globales, como hacía en la Fox antes de ser despedido. Alimentarlas es la mejor manera de asegurarse el pan en un futuro, es asegurar una masa de conspiranoicos y tragabulos inyectados de odio que van a comprar toda la basura que les venda, como hace Alex Jones con sus múltiples productos engañabobos.
El documental sirve para retratar a este tipo de personajes y lanzar un nuevo aviso sobre lo fácil, lo peligroso y lo impune que resulta hacer daño y vivir del cuento. Sin embargo, pasa demasiado por encima de todo el componente político que hay detrás, no solo de la actividad de Jones, al que, por cierto, Donald Trump confiesa su admiración, sino de la normalización de la mentira y las pocas herramientas que hay para combatirla. En todo este mundillo de la llamada posverdad, de los bulos, el odio y el negocio que algunos sacan de todo ello, hay un claro objetivo político e ideológico. Quedarnos en lo anecdótico del caso, en lo feo que es insultar a las víctimas de una masacre, sin hacer la lectura política de ello, es quedarnos a medias.
Esta semana se recordaba el 30 aniversario del genocidio en Ruanda, en el que el discurso de odio y la desinformación que se propagó a través de la radio fue fundamental. A través de la Radio Televisión Libre de las Mil Colinas se preparaba a la población para el genocidio, deshumanizando constantemente al pueblo tutsi y llamando reiteradamente a la violencia y al exterminio contra este. «Los asesinos solían llevar un machete en una mano y un transistor en la otra», contaba hace quince años en The Atlantic Samantha Power, ex embajadora de la ONU. El papel de los medios en este genocidio llegó incluso a juzgarse en el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, en el conocido como el Caso de los Medios (Media Case).
Hoy, los discursos del odio campan a sus anchas por las redes, y van mucho más allá de Jones, Carlson y sus homólogos. La ultraderecha ha invertido mucho dinero y mucho esfuerzo en instalarse en la red. La proliferación y el alcance de los nuevos artefactos del odio y de la mentira son, de nuevo, de consecuencias incalculables. Esto, sumado al auge de las extremas derechas en todo el planeta, su conquista del poder y la propiedad de los medios y las redes, no prometen nada bueno, por mucho que a Jones se le sancione por un asunto concreto. Muy feo, sí, pero ni está solo en esto, ni eso los va a parar. Porque estos bulos, estos odios y estas mal llamadas ‘verdades alternativas’, son el pan de cada día en nuestros medios y en nuestras instituciones.
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