Dominio público

Federalismo y Constitución de 1978: juego de suma cero

Rafael Escudero Alday

Profesor titular de Filosofía del Derecho. Universidad Carlos III de Madrid

Rafael Escudero Alday
Profesor titular de Filosofía del Derecho. Universidad Carlos III de Madrid

La propuesta soberanista de Artur Mas para las próximas elecciones catalanas ha vuelto a situar en primer plano uno de los temas recurrentes en la historia de la España moderna: la cuestión nacional y, consiguientemente, la organización territorial del Estado. Conviene dejar claro desde un principio que en la coyuntura actual hay razones más que suficientes para tildar de oportunista la propuesta del Govern catalán. Utilizar el señuelo de la autodeterminación para desviar la atención sobre las políticas ultra–liberales ejecutadas contra los derechos sociales en Catalunya es el objetivo estratégico que parece guiar a los dirigentes de CiU.

Pero también es innegable que crece en Catalunya el número de personas descontentas con el marco territorial nacido de la transición. Y no me extraña. Otros tantos también lo estamos. No hay que ser catalán, vasco o gallego para darse cuenta de que el modelo de las autonomías se resquebraja por los cuatro costados, máxime tras la interpretación que del mismo se ha hecho por las autoridades políticas y judiciales de este Estado especialmente durante los últimos años. Cualquier intento serio de profundizar en la autonomía y de avanzar en el marco territorial ha sido cercenado por los distintos gobiernos centrales o, en caso de hacer falta, por el propio Tribunal Constitucional, que cuenta con una extensa y notable hoja de servicios en favor de la "unidad de España". Baste recordar su conocida sentencia de 2010 sobre el Estatut catalán o su negativa a tolerar la consulta ciudadana impulsada en 2007 por el entonces lehendakari Juan José Ibarretxe sobre aspectos relacionados con el proceso de paz y el derecho a decidir del pueblo vasco. También los dirigentes del Partido Popular ponen de su parte, al mostrarse más partidarios de una involución que de una evolución del modelo autonómico.

En este contexto presidido por la pugna política entre nacionalistas de diverso signo, cobra fuerza –como nunca desde 1978– la opción federal. Precisamente en los últimos días hemos conocido un manifiesto sobre federalismo y consenso suscrito, entre otros, por escritores, cineastas, economistas, juristas y políticos (publicado en el diario El País el pasado 4 de noviembre, y conocido –en palabras de Vicenç Navarro– como "el manifiesto federalista de los 300"). Aunque la lista de firmantes es plural, su núcleo central está compuesto por personas vinculadas al PSOE, miembros de su intelligentsia e incluso antiguos cargos de gobiernos socialistas. Hasta su secretario general, Alfredo Pérez Rubalcaba, parece mostrarse satisfecho del texto, al recomendar su lectura por considerarlo muy interesante. A este manifiesto hay que sumar más declaraciones de dirigentes del PSOE mostrándose claramente a favor de la opción federalista.

Dicen que nunca es tarde si la dicha es buena. Ideado para incidir en las elecciones catalanas y, supuestamente, desmontar la tramposa estrategia de CiU, el manifiesto arguye en favor del federalismo no sólo porque da respuesta al profundo y legítimo sentimiento nacional catalán, sino también porque ofrece un marco jurídico–político de salida a la crisis económica más justo y solidario entre los diferentes territorios.  Se aboga, así pues, por un federalismo integrador, de consenso y que encaja perfectamente en el vigente texto constitucional.

La defensa del federalismo que se hace en el manifiesto –una defensa a la que ahora se suman no pocos dirigentes socialistas– parte de la premisa de que "ni España ni la Constitución de 1978 ni el Estatut de 2006 niegan a los ciudadanos de Cataluña ejercer su derecho a decidir". Esta afirmación deja atónito a cualquier lector mínimamente instruido en el texto y la práctica constitucional desde 1978 hasta nuestros días. ¿Afirman las y los autores del manifiesto que en el actual sistema constitucional existen canales que habilitan la opción soberanista o independentista? ¿Pretenden hacernos creer que la Constitución ofrece una vía para que la ciudadanía catalana manifieste su voluntad de configurar –o no– su propio Estado? En fin, baste recordar en este sentido cómo saludaron y aplaudieron los socialistas la decisión del Tribunal Constitucional de impedir la citada consulta del lehendakari Ibarretxe, a quien acusaron de saltarse los márgenes legalmente establecidos. Acusación que compartieron entonces con el Partido Popular y que comparten ahora de nuevo ante la propuesta de consulta sobre el derecho a decidir lanzada por CiU.

Más allá de estos detalles, la pregunta de fondo es la siguiente: ¿Es compatible la Constitución española con el federalismo? Pues bien, pese a lo que alegan estos federalistas constitucionalistas de nuevo cuño, la respuesta es negativa. Un vistazo a los debates parlamentarios de la época muestra que cuando los constituyentes introdujeron el Estado de las autonomías no estaban pensando en el Estado federal. Más bien al contrario. Incluso recurrieron a un modelo que no era en absoluto de corte federal: el Estado integral, presente en la Constitución republicana de 1931. Con este recurso pretendían "calmar" las demandas de las comunidades históricas sin alertar demasiado a los defensores de las esencias patrias. No en vano fueron estos últimos quienes inspiraron –y, de hecho, redactaron– el artículo 2 de la Constitución, según el cual esta misma se fundamenta no en la soberanía popular, como parecería razonable en un sistema democrático que se precie de ser tal, sino en la "indisoluble unidad de la Nación española".

Por tanto, la Constitución configura un modelo basado en el principio de unidad del Estado, al que se supedita el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que lo integran. Después, esta retórica más bien propia del Estado unitario se traduce en elementos normativos que se alejan de lo que comúnmente se entiende por un Estado federal. Por ejemplo, el reparto desigual de competencias entre Estado central y autonomías, una cláusula de cierre en favor del primero, la prevalencia de las normas estatales frente a las autonómicas en todo lo que no sea de competencia exclusiva de las comunidades autónomas, la posibilidad de leyes estatales de armonización que suponen un auténtico control político de la autonomía, o la configuración del Senado como una segunda cámara prácticamente irrelevante en vez de una auténtica instancia de representación territorial.

Y por si fuera poco con todo lo anterior, la reforma constitucional exprés de agosto de 2011 termina por enterrar cualquier posibilidad de articular un modelo federal, al prohibir a las comunidades ejercer una mínima autonomía financiera. Además, la limitación de gasto público que se les impone proscribe una buena parte -si no todas- de las políticas de igualdad y redistribución que las comunidades autónomas tendrían que desarrollar por ser competentes para ello. Quienes votaron afirmativamente en el parlamento esta reforma constitucional deberían ser conscientes de que por contentar a la troika no sólo liquidaron el Estado social, sino también cualquier vestigio de autonomía política de los gobiernos regionales.

En definitiva, Estado federal sí, pero sin atajos. Enarbolar su bandera y a la vez la Constitución de 1978 es o bien un recurso ante difíciles tiempos electorales o bien un intento de cuadrar lo imposible. De negar lo inevitable desde una perspectiva de izquierdas: la necesidad de superar el marco establecido por la Constitución de 1978.

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