Dominio público

Esa gente que no creerías que existe

Israel Merino

 

Fotograma del anuncio de Las Ventas para San Isidro 2024.
Fotograma del anuncio de Las Ventas para San Isidro 2024.

 Cada mes de mayo se celebra en Madrid San Isidro, una fiesta popular que inunda Carabanchel de claveles rojizos y olor a carne sazonada sin mostaza. Son unas verbenas multitudinarias, masivas, que hace años rompieron la barrera del barrio y ahora atraen a todo tipo de gente, desde chavalitos de Opañel con patinete y riñonera hasta pijazos del norte con carísimos pantalones Cavalli.

Recostado en la pradera, este domingo pude ver a un grupo de estos últimos; eran cinco o seis chavales y chavalas, de una edad indeterminada entre dieciocho y sesenta años, que vestían fino y fumaban Gold; eran unos chavales irreales, lo juro, que parecían recién salidos de la parodia salvaje de un columnista trasnochado: como si hubiesen ido solo para incitarme a escribir este artículo, estaban bebiendo cubatas blancos, diría que ginebra, en copas de balón de cristal.

Vengo de Castilla, una tierra árida en la que siempre se ha idolatrado a la élite, aunque usemos unas revueltas de hace 500 años para fingir que no. En mi familia, cuando era pequeño, nos fascinaba lo que considerábamos clase alta, aristocracia y burguesía. Aquella gente que veíamos en el televisor, que se nos hacía tan lejana aunque viviera a menos de cien kilómetros de nosotros, nos parecía una élite perfecta, incluso bellísima, consagrada con sus photocalls eternos, sus sonrisas blanquísimas y sus fiestas para recaudar fondos para nadie sabe bien qué (tengo la sensación de que las clases altas han perdido su ramalazo caritativo y ya ni disimulan su posición haciendo galas del tipo solidario, pero eso es otro tema).

Lo cierto es que aun en el instituto, pillando ya conciencia de clase y posición, seguía viendo a esa gente como unas élites perfectas y funcionales; aun considerándolas ya un enemigo rancio al que joder, sentía que eran adversarios hábiles y finos, personajes oscuros e inteligentísimos que abordaban con estrategia y perspicacia la política nacional para defender sus intereses. Hasta que me mudé a Madrid, claro, y todo cambió.

Cuando me mudé a Madrid siendo todavía un adolescente, descubrí que esa élite poderosísima e idealizada no es más que un compendio de familias endogámicas e inútiles que luchan contra quien sea, a veces pegando palos de ciego o matándose entre ellas, con el único objetivo de conservar un patrimonio rentista e improductivo que ninguno de ellos podría levantar motu proprio ni en un millón de años.

Siempre que se satiriza a los cayetanos, esa tribu social de haraganes y vividores que estudian en privadas y compran porros en calle Huertas a cinco pavos la papela, se abre el debate de si se está exagerando con esa caricaturización de niñatos endogámicos que pierden la virginidad a los veinticuatro y llevan cinturones con banderitas de España a la altura de los omoplatos, pero os juro por mi hermana que no podría ser más real: es que son así de verdad.

Hace unos días, se hizo viral un vídeo promocional de cierta plaza de toros en el que mostraban a varios personajes patillescos del inframundo cayetano (una de ellas, la hija de un torero condenado por homicidio imprudente). Rápidamente, al ver el percal, la gente empezó a decir por redes que no podía ser verdad, que aquellas pintas y formas horribles tenían que ser una broma, una mera coña mala, y no un vídeo serio para promocionar una feria taurina, pero no, tío, fue una representación totalmente seria y afinada.

Son pibes con la cartera ancha y menos luces que una goma cruzando el estrecho de Gibraltar; son niños odiosos, detestables y endogámicos, a los que sus padres nunca les han dicho que no; son chavales profundamente inútiles e irresponsables, pregúntale a cualquier técnico nocturno del SAMUR, que han tenido todo regalado en la vida y no saben resolver ni el más mínimo problema; es gente que existe, y que en Madrid te puedes encontrar en muchos sitios, que se va de fiesta con pantalones de Cavalli y copas de balón de cristal a un barrizal meado como es la pradera de Carabanchel durante San isidro.

Es gente, a pesar de todo esto, ante la que sientes una impotencia tremenda y unas ganas de llorar horribles cuando asimilas, porque así funciona esta mierda, que te quitan el 75% del sueldo cada día tres gracias a un contrato de arrendamiento abusivo, pero es que no queda otra que pagarles sus juergas de mierda o comérselos vivos, y a mí el código penal me da bastante miedo.

Más Noticias