Dominio público

Caerse del guindo

Alana S. Portero

Una corrida de toros.- Nigel Dickinson
Una corrida de toros.- Nigel Dickinson

Siempre tuve afinidad con la estética de lo conservador. Una infancia marcada por las portadas del ¡Hola! deriva en una mujer adulta con simpatía por lo marquesón, por la escenificación camp del poderío económico y social, por el perlón y los diminutivos como de galgos del zar aplicados a personas.

En mis años trabajando de cara al público, mis compañeras siempre recurrían a mí para tratar los casos más contumaces de señorones agitando el blasón para hacerse obedecer. Se me daba bien tratar con ellos, acababan rebajando el tono, aceptando las reglas del buen trato a quien está trabajando y por supuesto dejándose el dinero en el establecimiento. No tengo especial animadversión de clase, sí un inmenso amor por la mía, aunque nunca haya sido mutuo. Creo con firmeza en el reparto de recursos, en la horizontalidad, en que una república popular socialista, ecologista y feminista nos sacaría de nuestros apuros y, sobre todo, nos haría más felices. Pero no voy a morir por ello y, sobre todo, no mataría a nadie defendiéndolo.

Voy tirando con mis contradicciones, filias, fobias, miserias y traiciones.

Una cosa que a menudo sorprende, para mal, a quienes me conocen, es mi conocimiento sobre el mundo del toreo, que va más allá de lo que hace falta para contestar preguntas de trivial o salir del paso. En mi infancia aún quedaban los rescoldos de la leyenda de los toreros como muchachos miserables que habían pasado hambre, que se habían jugado la vida -y algunos la habían perdido- haciendo de maletillas por las dehesas. Eran niños lorquianos, lunares, que habían sacado de pobres a sus madres enfrentándose a bestias cornudas capaces de partir por la mitad al más valiente. El toreo y la clase obrera española siempre compartirán esa leyenda. Nos guste o no. Es uno de los elementos que participaban en el entusiasmo de nuestros mayores por la fiesta, la esperanza de que alguno de los suyos lo había conseguido. Yo me enteré de la muerte de José Cubero "El Yiyo", torero que vivió en Canillejas, un barrio de Madrid pegado al mío, por los gritos de mis vecinas en la calle. También fue así con Camarón.


Desde niña aprecié y sigo apreciando la belleza de lo que aquellos hombres hacían, la estética del héroe engalanado de oro venciendo al monstruo. Para mí, los toreros eran Teseo. Y los cronistas taurinos, bardos homéricos sin miedo a hacer literatura en las columnas. Todo una celebración de lo sublime.

Nunca reparé en el toro hasta que no lo tuve delante, lo miraba como participante necesario de la liturgia, pero no lo veía. Hasta que un día no solamente lo vi, sino que lo escuché y cambió todo. Escuchar morir a un animal indefenso es un verdadero despertar; los gemidos de desesperación, el borboteo de sangre, el vómito, la respiración caótica, la rendición y la muerte. La primera y única vez que estuve cerca de ese horror, de cuerpo presente, un velo de tabaco y oro cayó, y la realidad se desplegó ante mí con toda su crueldad. De esto obtuve aprendizajes muy importantes: que la vida de los animales es vida, como la mía, que respetar la suya es respetar la propia, y que el arte y la tortura no están necesariamente separados, por tanto, toda muestra de belleza merece pasar por un proceso de interiorización de cada espectadora. 

En este caso lo tuve claro como una revelación mariana. Supe que tal arte debería desaparecer, prohibirse, la belleza que podríamos perder con ello no significa nada al lado del sufrimiento que provoca. El paso del tiempo solo ha reforzado este convencimiento, nunca he dejado de verlo como una expresión de belleza, pero una con la tortura y la muerte como centro. Un acto hermoso de sadismo.


Tras las declaraciones de Borja Sémper, el guapo, el moderado, el poeta de la derecha española, sobre el exterminio de palestinos, en las que vino a decir que defender sus vidas o reprobar su asesinato es poco menos que militar en Hamás, Juan Diego Botto, uno de esos artistas bellos por lo que hace en escena y lo que hace fuera de ella, respondió con algo tan sencillo como un espejo: "yo, personalmente, estoy en contra de asesinar niños lo haga quien lo haga, lo que me sorprende es que Borja Sémper, no". Y es que esta es la clave. Las personas conservadoras que he conocido en mi vida, algunas de ellas muy pertinaces en su visión estamentaria de la vida, no se parecen en nada a estos bocazas con trajes mal cortados, a estos cazurros violentos y cínicos capaces de apostar por la muerte de un modo tan frívolo y tan cerril. Para esas personas escribo esto, supongo, interpelando a mis buenos amigos conservadores, por preguntar si aquel político muy conocido al que le vendía libros, un hombre católico, de derechas y de buena familia, que no solo me preguntaba qué tal estaba cada día, sino que escuchaba muchos de mis problemas -incluidos los relativos al género- con paciencia de padre, me aconsejaba, y recordaba cada detalle aunque pasásemos meses sin vernos, sigue ahí. Si son sus hijos, o sus nietos, quienes ha tomado este relevo asqueroso y deshumanizante, si le parece bien que la adhesión a un modo de ver la vida, ese fetiche del orden y la tradición, se corresponda con negar el exterminio de un pueblo, ensalzar a un dictador que nos amargó la existencia, o tragarse la propaganda neoliberal que no tiene problema alguno en echar a gente de sus casas para especular con ellas.

Entiendo que la vida es un continuo proceso de caerse de guindos altísimos, que nos pasamos décadas rebotando de rama en rama, perdiendo la inocencia, quedando como idiotas o lidiando con la decepción. Sirva este texto como otra caída. Como llanto infantil de alguien que no comprende casi nada

Me pregunto aún si somos ese pueblo que celebra la pasión de Laureaniño el Idiota, si aquellos conservadores que tanto me han hablado del buen gusto, de las buenas maneras y del respeto, de verdad acogen con alegría las payasadas criminales de una caricatura despelucada como Javier Milei, si les parece lícito que un corrupto genocida como Benjamin Netanyahu se erija en profeta, si las masacres que suceden en El Congo no merecen nuestra atención, si de verdad el que se ahoga cruzando el estrecho en patera es una amenaza, si no unen puntos y no entienden que la paliza que ayer pegaron a un chico en una parada de autobús al grito de "maricón" está directamente relacionada con el tono del discurso de la derecha institucional.

Me lo pregunto todo y se lo pregunto a ustedes, señores y señoras de orden, las excusas se terminan.

Prefiero quedar como una idiota confiada, caerme otra vez del guindo, pero saber a qué atenerme.

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