Dominio público

Qué es ser francés

Miquel Ramos

Periodista

Una bandera francesa al viento sobre una manifestación antifascista convocada en París, Francia.- EFE/EPA/JULIEN MATTIA
Una bandera francesa al viento sobre una manifestación antifascista convocada en París, Francia.- EFE/EPA/JULIEN MATTIA

¿Qué es ser francés? A finales de 2009, el gobierno de Nicolas Sarkozy coló esta pregunta en el debate público. El antiguo dirigente socialista y ministro de Inmigración e Identidad Nacional de entonces, Eric Besson, puso en marcha una campaña para definir y reivindicar el orgullo de ser francés, en constante disputa con la extrema derecha, que lleva décadas siendo un actor principal en la política gala.  

Han pasado ya varios años y la extrema derecha está a la cabeza en las elecciones presidenciales francesas. Era cuestión de tiempo que esto sucediera, no solo por la ola reaccionaria global, sino porque Francia lleva décadas siendo la vanguardia de la nueva extrema derecha, desde antes incluso de que los círculos intelectuales de la Nouvelle Droite empezaran a teorizar sobre la conquista de la hegemonía cultural tras Mayo del 68. Todo confluye, también la crisis global de la supremacía occidental y los pánicos existenciales de su burguesía, que se ve amenazada por todo lo que haga tambalear el cómodo orden desigual sobre el que descansaban durante décadas.  

La identidad nacional es un terreno habitual y cómodo para las extremas derechas. Y esta suele definirla más bien con lo que no se es para construir el sujeto en sí. En Francia, cuando Sarkozy lanzó esta campaña, la extrema derecha llevaba tiempo atizando la islamofobia y poniendo a las mujeres con velo en el centro del debate. Así pues, la pregunta de Besson fue interpretada como una maniobra para arrebatar el debate identitario a la extrema derecha, buscando una especie de consenso patriótico que eclipsase a los ultras, y desviando la atención hacia esas minorías que no acababan de entender qué era ser francés.  

Lo mismo sucede en España, donde la identidad nacional que hoy reivindica la derecha es la que se construye contra los árabes tras la conquista, tras la expulsión de judíos y moriscos y la marginación de los gitanos. Ser español es no ser todo lo demás, tal y como lleva enseñándose durante siglos, aunque lo ponga en tu DNI. Eso, el DNI, solo vale para los llamados "nacionalistas periféricos", que son españoles aunque no quieran. Pero no para un negro nacido en Jaén, o un musulmán cordobés. Ni siquiera cuando son estrellas del deporte, como sucede últimamente con la selección española, cada vez más diversa como la sociedad, y cada vez más repudiada por esos patriotas de banderita que se desvelan como auténticos supremacistas blancos.   


Diez años antes de la pregunta de Besson, el libanés Amin Maalouf reflexionaba, a finales de los 90 del siglo pasado, sobre la construcción de la identidad en un mundo cada vez más interconectado y a la vez, más cerrado en pequeños estancos. Un conflicto, el de la identidad, que atravesaba a muchísimos individuos, nacidos en una parte del mundo, crecidos en otra, vistos por los demás como algo a la vez totalmente distinto y ajeno al concepto que tenían de sí mismos. ¿Quién soy yo? Se preguntaba Maalouf. Y es lo que hoy se preguntan muchas personas que han nacido o que viven en Europa, y son constantemente señalados no solo como ajenas, sino como enemigas.   

Casualidades de la vida, es un antiguo combatiente del ejército colonial francés, Jean-Marie Le Pen, el padre de la criatura que hoy está a punto de conquistar el poder en Francia. Involucrado en política desde los años 50, el joven Jean-Marie, combatió en Indochina, en Suez y en Argelia. En las antiguas colonias francesas (y en las que todavía hoy conserva), la pregunta sobre la identidad tiene otros aspectos que en la metrópoli nadie osa preguntarse.  

Un mundo en el que, tras la caída del muro de Berlín y del llamado telón de acero, el enemigo de occidente pasó a ser ya no ideológico sino civilizatorio, cultural e intrínsecamente racial. El choque de civilizaciones que teorizó Huntington se daría también de puertas hacia adentro. 


El racismo biológico quedó relegado a las tabernas y a las espontáneas y eufóricas licencias que siguen dándose en privado. Hoy encaja mejor un racismo cultural mucho más transversal, que convence incluso a quienes no votan a la derecha. En París hay barrios que parecen una casba de Argel, decía un digital de derechas esta semana para justificar el racismo que enarbola el Reagrupamiento Nacional y que compran hoy muchos biempensantes. Sin embargo, decir que una calle en Argel pueda asemejarse a París sería alabarla.  

Después de Auschwitz, por pura cuestión de marketing, el racismo se volvió culturalista y civilizatorio, como ya lo había sido también, además de biologista, durante los siglos de la colonización. Sería muy útil hasta hoy tanto para disciplinar a los trabajadores de las antiguas colonias (que no se integran, que viven en guetos), como para confrontar a la clase trabajadora y despistarla de la lucha de clases, estimulando la competencia por los recursos y azuzando el odio racista de siempre. Hasta el diseño urbanístico de las ciudades se puso al servicio de esta idea. Eso sí, toda presencia francesa fuera de sus fronteras es pura cooperación. 

Quince años después de aquella pregunta sobre qué es ser francés, el debate no se ha resuelto. Las banlieues se levantan a menudo, cada vez que la policía mata a un joven. El racismo estructural de las sociedades occidentales postcoloniales esconde tras la palabra integración los mitos de la civilización ilustrada, incapaz de hacerse cargo de las miserias que genera. Entonces, se barbariza la pobreza y la rebeldía ante ella y se barbariza la migración que sus políticas provocan. La integración fracasó, dicen, haciendo creer que la interculturalidad, la convivencia entre diferentes es imposible. No por las condiciones materiales sino porque hay algo innato en esos cuerpos que les impide civilizarse y parecerse a nosotros.  


Así, las políticas securitarias se imponen también en lo social. Se controlan los barrios, las comunidades, los movimientos sociales, los medios y las redes en nombre de la seguridad. Ser francés es portarse bien, como decía David Dufresne en su documental de 2020, Un pays qui se tient sage sobre el monopolio de la violencia tras la desatada brutalidad policial contra estudiantes y manifestantes de los chalecos amarillos. La gente solo quiere seguridad, dicen, mientras se empeñan en mostrarse capaces de darla. Siempre mediante policías y militares, nunca haciendo posible una vida digna.  

Explica Suhaiymah Manzoor-Khan en su magnífico libro Enredados en el terror: Como acabar con la islamofobia (Bellaterra, 2024) que la islamofobia, la principal bandera de la extrema derecha actualmente, no va solo contra personas musulmanas. Es la justificación de todo un dispositivo político, social y económico global que, en nombre de la seguridad, acaba por extender sus medidas a todos los demás. Y esto es realmente lo que sucede hoy en Francia, en Europa, y en todo Occidente, con este avance y esta normalización de la extrema derecha.  

Una sociedad que abraza el odio y el miedo, que se encierra en sí misma, que es incapaz de afrontar sus desigualdades haciéndose cargo de sus responsabilidades, está condenada al desastre. ¿Qué es ser francés? Todavía no hay respuesta para esta pregunta. Tras la disputa entre la izquierda del Nuevo Frente Popular y la extrema derecha de Marine Le Pen podría estar la respuesta.  

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