Dominio público

Arquitectos de ruinas

Manifestantes ultras en una de las protestas racistas contra los inmigrantes, en la localidad británica de Rotherham. REUTERS/Hollie Adams
Manifestantes ultras en una de las protestas racistas contra los inmigrantes, en la localidad británica de Rotherham. REUTERS/Hollie Adams

En el siglo XVI, el visitante que llega de noche a Augsburgo se encuentra con un intrincado sistema de puertas, fosos y cadenas de hierro que complican la entrada a la ciudad. Hay barreras, resortes, puentes levadizos. Hay centinelas que verifican la identidad del forastero. Hay controles de seguridad tan suspicaces e inquisitivos que harían palidecer a los vigilantes de nuestros aeropuertos. Montaigne visitó la ciudad en 1580 y el historiador Jean Delumeau eligió aquella visita como punto de partida para narrar la historia del miedo en Occidente. Las precauciones de la ciudad de Augsburgo prosperan en un clima histórico de hostilidad. "Todo extranjero es sospechoso".

La arquitectura del miedo se ha perfeccionado con los años. Aún tenemos verjas, alambres de espino, compuertas metálicas, muros coronados por cristales rotos, pero también tenemos tecnologías de reconocimiento facial, dispositivos de geolocalización y escáneres de ondas electromagnéticas. Nuestros gobernantes elogian el vigor de las fronteras. A su vez, las televisiones nos invitan a blindar nuestros domicilios con toda clase de rejas, portones acorazados, cámaras de visión nocturna, sensores de infrarrojo, alarmas de control perimetral y habitaciones del pánico. El hogar repele al ladrón igual que el país repele al extranjero.

Tras la crisis de 2008, las calles de todo el mundo se llenaron de manifestaciones que arrojaban la culpa sobre los bancos, las multinacionales y las viejas guardias de la vieja política. Llegaron los desahucios, los rescates bancarios y el frenesí austericida de la Troika. No había protesta social que no terminara a palos. Acusadas por todos los dedos, las élites necesitaban que eligiéramos otros culpables. Así, con la levadura mediática y el dinero de las corporaciones, germinaron los populismos de derechas y los términos del debate social cambiaron de bando. La culpa ya no es del banco sino del okupa. La culpa ya no es del ricachón nativo sino del obrero migrante.

En la pugna política, el adversario cumple una función decisiva porque apuntala la identidad grupal y corta el paso a los matices. Nos definimos por oposición: la OTAN contra el Pacto de Varsovia, el Barça contra el Madrid, los capuletos contra los montescos. No hay causa sin obstáculo ni grandes adhesiones sin grandes enemigos. Y el enemigo más eficaz es el foráneo, y por extensión, aquel que vende la patria a los intereses extranjeros. Basta pensar en la propaganda franquista, que desde la guerra del 36 llamó nacional al bando sublevado mientras atribuía al gobierno republicano una incurable querencia bolchevique y antiespañola.

En los últimos días, mientras arreciaban los pogromos ultraderechistas en Inglaterra, las redes sociales recordaban el cariz intransigente de algunos tabloides británicos. El mismo cuento de siempre. En 2016, un informe del Consejo Europeo responsabilizaba a gacetas de baja estofa como Daily Mail y mencionaba un artículo de Katie Hopkins en The Sun que invitaba a detener la migración marítima con aviones de combate y comparaba a los migrantes con cucarachas. Las plegarias del subperiodismo inglés han sido escuchadas. Ahora hay escuadristas de barrio que llaman a incendiar albergues de refugiados y difunden sus hazañas vandálicas en TikTok.

A estas alturas del motín, sin embargo, las portadas desquiciadas de Daily Mail y The Sun parecen un juego de niños al lado de los provocadores digitales. El pasado mes de julio, un bulo islamófobo soliviantó los teléfonos móviles del municipio de Southport gracias al generoso impulso de activistas xenófobos como Tommy Robinson o Andrew Tate. En un comentario de X, Elon Musk sugería que la migración y las fronteras abiertas traerían la guerra civil. La red social del magnate sudafricano ha desempeñado un papel crucial en la difusión de la noticia falsa que encendió la mecha de los disturbios. No existen los algoritmos neutrales.

En la Augsburgo de la Edad Moderna o en la Europa de las leyes de ajuste, el poder político entabla un diálogo con el miedo y consolida sus intereses administrando las angustias sociales a su antojo. Para que el pueblo no se alce contra el soberano hace falta un chivo expiatorio, un sustituto sacrificial que no se represente a sí mismo sino que alimente la hoguera en nombre de una colectividad enemiga. Arderá por hereje, por judío, por bruja, por homosexual, por rojo o por extranjero. Así es como se instala un clima de delación y barbarie, una ansiedad pública que prescinde de la información y confía su suerte a los rumores. El miedo, dice Montaigne, convierte al amigo en enemigo.

Frente a la tentación de sucumbir a la desesperanza, han brotado también el sentido común y la solidaridad de clase. Quizá la resistencia no sea tan vistosa como el odio, pero hay redes vecinales que se niegan a atizar la guerra del último contra el penúltimo, que protestan contra el chovinismo racista y que han llamado a enlazar sus cuerpos para proteger a las víctimas. Pero la conciencia antifascista no puede ser un parche de última hora ni un chorro de mercromina en la herida sangrante de las comunidades. Los alborotadores de Southport, Manchester o Liverpool actúan como peones de un ajedrez manejado por manos de oro.

El mismo rico que desvalija a las clases populares ha encontrado en todo el mundo un enemigo construido a pedir de boca, el paria, el extranjero pobre cuya vida sale a diario a subasta. Ese rico ha hallado además una solución conveniente, el autoritarismo, la cháchara securitarista, la fanatización de los cuerpos policiales, la fantasía inverosímil de que las porras y las bocachas no serán empleadas para fulminar derechos sociales. Detrás de todo fascista hay un propietario asustado. Detrás del discurso islamófobo, hay un oligarca que espanta sus miedos a golpe de talonario.

La esperanza es una disciplina, dice Angela Davis. Necesita siembra, riego y cultivo. Necesita bases organizadas que dejen de jugar a la defensiva y que no se conformen con inflar los flotadores del naufragio. Que identifiquen, igual que en 2008, a los responsables de un orden político diseñado para sobrevivir a todas las crisis poniendo al pueblo en contra de sí mismo. Los creadores del problema se vestirán de vendedores de soluciones y prenderán hogueras para que ardan nuevos inocentes. Los conocemos bien. Ellos son los arquitectos de esta ruina.

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