Dominio público

Contra los valientes

Santiago Alba Rico

Contra los valientes
La primera ministra italiana, Giorgia Meloni, escucha a su adjunto, el ministro de Infraestructura y Transporte, Matteo Salvini, durante una sesión del Senado italiano. Roberto Monaldo / Europa Press.

Los tribunales italianos han invalidado por el momento el proyecto de Giorgia Meloni de externalizar el encarcelamiento de inocentes en Albania. Los dieciséis migrantes internados en el campo de concentración de Shenjin han sido devueltos a Italia, en efecto, atendiendo a la nacionalidad de los afectados, procedentes de países considerados "no seguros" por la legislación europea. Da lo mismo. Meloni lo seguirá intentando y la UE acabará claudicando. La llamada "crisis migratoria", así como el creciente consenso impuesto desde la utraderecha y justificado en la presión popular, manipulada por los medios de comunicación, lubrica la pendiente por la que lo más fácil es resbalar sin mucha resistencia fuera del marco de los DDHH, ya bastante descascarillado.Lo terrible, en todo caso, es el lenguaje. Meloni describió esta medida como "valiente" y "nueva";  la presidenta de la Comisión europea, Ursula von der Leyen, como "innovadora". "Valor" e "innovación" son conceptos que el neoliberalismo ha movilizado en su favor, pero que tienen una larga historia estimulante asociada a proezas, sacrificios y descubrimientos en beneficio de la humanidad. La valentía afronta los peligros que nos amenazan; las novedades jalonan el progreso de la especie humana.

El que mata a un niño es un cobarde, porque la desproporción de fuerzas excluye el equilibrio y la amenaza; nadie podría alegar legítima defensa, por ejemplo, frente a un bebé de seis meses. Ahora bien, si lo pensamos con cuidado hace falta mucho valor, un valor casi sobrehumano, para asumir esa desproporción, rebelarse contra la moral común, reprimir la propia ternura y asaltar una cuna con un hacha. Hay que ser muy -muy- valiente para utilizar de esa manera la propia omnipotencia. ¿Y no hay que ser muy valiente para matar a seis millones de judíos y además muy innovador para inventar y utilizar el gas ziclón B en las cámaras de gas? Los oficiales nazis sacrificaban valientemente su propio sentido de la moral en nombre del pueblo alemán, al que no podían pedir la misma valentía: "la tensión era mucho más intolerable", declara por ejemplo Paul Blöbel, jefe del Einsatzkommando, "en el caso de los hombres que llevaban las ejecuciones que en el de las víctimas". ¿No hay que ser asimismo muy valiente para mandar disparar sobre campos de refugiados, escuelas y hospitales y además muy innovador para encomendar la selección de las víctimas a la Inteligencia Artificial? ¿No es el ejército Israelí -"el más moral del mundo"- valiente e innovador cuando se rebela contra el represivo, rutinario y banal Derecho Internacional y contra el buenismo de la ONU? ¿No hace falta coraje, por otra parte, para asumir con orgullo las consecuencias de una matanza, como hizo Anders Breivik, el asesino de Oslo? ¿O sencillamente para ser nazi en una democracia asentada o para ser machista donde el feminismo es hegemónico o para protestar contra las vacunas en un congreso de la OMS? El mundo, como sabemos, se nos va llenando de hombres y mujeres muy valientes.

Me entra mucho miedo cada vez que las instituciones y los dirigentes políticos pretenden ser "valientes". La valentía, virtud peligrosa, hay que dejarla para los amantes, los poetas, los artistas y los bomberos. Las instituciones no pueden ser ni valientes ni innovadoras ni polémicas: tienen que ser democráticas, respetar y proteger los derechos humanos y actuar conforme al Derecho Internacional. Las instituciones -es decir- solo pueden ser valientes contra sus ciudadanos; o, en general, contra los más débiles. Demos, por ejemplo, un paso valiente hacia la dictadura; tengamos el coraje de acuchillar a los niños y a los ancianos; legislemos con audacia el restablecimiento de la pena de muerte; innovemos el código penal para legalizar la tortura; atrevámonos a proponer ahogamientos masivos de inmigrantes y cámaras de gas para negros y lesbianas. O no. Recordemos más bien que hace cien años el fascismo nació como un acto de valentía frente a la "decadencia de Occidente" y sus blandas y corruptas instituciones democráticas.

¿Cuándo una democracia deja de ser una democracia? ¿Qué gesto valiente tiene que acometer? No debemos pensar en un acontecimiento, como lo es un eclipse de sol o un atentado terrorista; se trata más bien de un descenso paulatino por acumulación de pequeños gestos "valientes" y menudas medidas "innovadoras". Su anuncio nos excita a veces tanto que podemos llegar a votar a nuestros victimarios y contra nuestros principios morales; pero siempre nos parecerá, en todo caso, que no está pasando nada o que solo les está pasando a los otros, esos de los que tenemos que defendernos con valentía sobrehumana. En su ranking anual, la revista The economist distingue entre "democracias plenas", "democracias débiles", "gobiernos híbridos" y "gobiernos autoritarios".  No me compete analizar aquí los criterios elegidos, todos ellos relativos a las libertades civiles, los procesos electorales y la participación política; criterios que aceptan, por lo tanto, la compatibilidad entre democracia y desigualdad económica. Lo que me interesa es esta idea de la gradación. Una democracia, ¿es como el alcohol? ¿O como la vida? Una cerveza puede ser, en efecto, más o menos alcohólica, pero una mujer no puede estar "plena" o "debilmente" embarazada. Afganistán, por ejemplo, que ocupa el último lugar del ranking, obtiene una calificación, sin embargo, de 0,35 puntos (frente a los 9,75 de Noruega). No hace falta justificar que Noruega es más democrática que Afganistán; aún más, no hace falta demostrar que Noruega es una democracia mientras que Afganistán no lo es, con independencia de los criterios que escojamos. Ahora bien, ¿qué sería un 0,35% de democracia? ¿No es en todo caso mejor que nada? ¿No podríamos conformarnos con ese pequeño sorbo entre las ruinas? ¿Y qué sería "nada"?

De lo que se trata, al contrario, es de no conformarse siquiera con un 9,75. ¿Cuándo una democracia deja de ser plena? ¿Puede un país invadir a otro y seguir siendo democrático? ¿Matar niños y bombardear hospitales y seguir siendo democrático? ¿Ahogar en el mar a los que piden ayuda o entregárselos a carceleros mercenarios y seguir siendo democrático? ¿Cuántos puntos se pierden por pagar a un sicario? ¿O por separar a un niño de sus padres? ¿O por encerrar sin juicio a un viajero con hambre? ¿Cuántos puntos se pierden por construir campos de concentración? ¿Cuántos votos se ganan? Hay cosas, no lo olvidemos, que ya hemos votado: que ya decidimos en votación, hace mucho tiempo, que no íbamos a votar nunca más: se llaman Derechos Humanos y Derecho Internacional, sin los cuales -cualesquiera que sean el baremo y la gradación- nos alejamos irremediablemente de Noruega y nos acercamos a Afganistán.

Es verdad que siempre podremos seguir llamando democracia al resultado de nuestra valentía desdemocratizadora; y alegrarnos de conservar un 3,5% o un 5% pelados, con los que aún podremos refrendar a un caudillo xenófobo en elecciones libres y seguir usando internet. Lo que es evidente es que la UE no está pensando en mejorar la nota sino en librarse de un problema, aunque para ello tenga que llegar a acuerdos con democracias débiles, gobiernos híbridos y gobiernos autoritarios en el exterior y movilizar en el interior a las viejas avispas negras del mal. El problema es que ese problema (que a veces llora como un niño y a veces sangra como tú mismo) se llama, en definitiva, democracia. Y Humanidad.

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