Dominio público

Sánchez, Ayuso y la lotería nacional

Santiago Alba Rico

Sánchez, Ayuso y la lotería nacional
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, a su llegada a la sesión plenaria en la Asamblea de Madrid, a 22 de diciembre de 2021, en Madrid (España).- EUROPA PRESS

Ayer por la mañana, en un autobús de línea con muy pocos pasajeros, escuché una conversación entre tres desconocidos y el conductor. Hablaban de la lotería. ¿Había salido ya el Gordo? El conductor dijo: todo es mentira; nos están engañando. Una señora de mediana edad, con timbre imperioso de superviviente cotidiana, abundó en el tema: algo de manipulación hay, eso es seguro; siempre toca en lugares donde ha habido una catástrofe, de manera que el Estado no tiene que gastar dinero del presupuesto. Un tercero, un poco sabidillo, explicó enseguida que detrás estaba la mafia: nunca sabemos realmente -dijo- a quién le ha tocado el Gordo porque los delincuentes le compran el billete al verdadero ganador para blanquear dinero. El cuarto, que criticaba mucho a Tele5, parecía sencillamente resignado: yo he comprado cuatro décimos, pero nunca me ha tocado y nunca me va a tocar.

Me sorprendió sobremanera el unánime pesimismo de mis compañeros de viaje. En los peores momentos de la historia, los españoles, cuando ya no creían ni en Dios, aún se ilusionaban con la lotería, la única institución del Estado que ha sobrevivido a recesiones, guerras civiles y dictaduras. Aún más: cuanto más vulnerables o amenazados se sentían, cuanto más desvalidos en su vida privada y pública, más se aferraban a este remoto resorte del destino, porque era la única cosa no corrompida que les quedaba. Los reyes, borbones o magos, eran inseguros; de la iglesia y los gobiernos siempre había que esperar lo peor. Pero al menos los Niños de san Ildefonso eran puros y sinceros; cantaban la felicidad improbable, pero tangible, de cada uno de los ciudadanos. Antes de conocer el número ganador, todos eran los ganadores; una vez conocido, todos gozaban de refilón, y como un vaticinio de futuro, con las celebraciones y las declaraciones festivas: uno se alegraba sin envidia de la suerte del vecino. Cuarenta y cinco millones de personas creían posible el golpe de la fortuna; ninguno de ellos se sentía decepcionado, y aún menos rencoroso, si de nuevo el azar resbalaba hacia la casa de enfrente.

¿Qué ha ocurrido para que este año no creamos ni siquiera en la Lotería? La Lotería Nacional no era, como podría pensarse, nuestro último vínculo con la esperanza, sino nuestro último vínculo con el Estado e incluso con la nación común; el Estado, que ha monopolizado tanto la violencia como la administración de los recursos, mantenía su precario prestigio gracias a este monopolio de la contingencia; era creíble mientras hiciese girar limpiamente el bombo; mientras garantizase, en una sociedad crecientemente desigual, que todos teníamos acceso por igual a la chiripa salvadora. Los políticos pueden ser corruptos, pero los niños de san Ildefonso no. De manera que esta conversación cerca de Madrid -que imagino trasladable a otros territorios- expresa a mi juicio un cansancio y un malestar profundos. Dos años después del comienzo de la pandemia de Covid, nuestra sensación de abandono es tan grande, nuestra desconfianza en las instituciones tan de raíz, que sospechamos que el Estado ha suprimido también el azar, lo único que seguía siendo de algún modo público y colectivo. Nos habían privatizado la sanidad, la enseñanza, los tribunales, el agua y la luz, pero la Suerte, buena o mala, seguía siendo propiedad de todos.

Este escepticismo lotero me parece un síntoma inquietante en un momento en el que los contagios se multiplican exponencialmente, amenazando, por segunda vez, las celebraciones navideñas, que -no lo olvidemos- son fiestas antropológicas y no simplemente sociales, consumistas o recreativas: pues reanudan los lazos básicos de la supervivencia común. Cuando ayer llegué a mi destino y me bajé del autobús, me enteré simultáneamente de las medidas tomadas por el gobierno central y de las declaraciones de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Pedro Sánchez anunció el restablecimiento de la mascarilla obligatoria en exteriores; Isabel Díaz Ayuso invitó a los ciudadanos de Madrid a auto-cuidarse. Creo que hay que interpretar estas declaraciones en el espejo, la una frente a la otra, en un marco, una vez más, que no es sanitario sino político y hasta electoral.

El gobierno de coalición, al que los tribunales -es verdad- han dejado pocas opciones, se inclina por una medida inútil, puramente simbólica, encaminada a hacer exhibición -también se dice paripé- de preocupación institucional; la presidenta de Ayusistán, por su parte, justifica toda su política de incuria institucional -despidos de sanitarios, privatizaciones y cierres de consultorios- como el corolario natural retrospectivo de su proclamada "cultura del autocuidado". El gobierno central impone una medida que todos saben inútil y que, por tanto, sólo puede juzgarse autoritaria; Ayuso nos dice que era necesario desmantelar la sanidad pública para que ahora podamos -¡por fin!- autocuidarnos. El gobierno central nos reprime; el gobierno de Madrid nos culpabiliza. Uno nos sobreprotege allí donde estábamos ya protegidos (la calle); el otro nos abandona a nuestra propia suerte, haciéndonos responsables de todo lo que pueda pasarnos: si no hay médicos ni tests ni recursos, contagiarse y contagiar es una estupidez irresponsable y criminal.

Entre autoritarismo vano y neoliberalismo despiadado, todos salimos perdiendo. Ni una opción ni la otra van a frenar, es evidente, la expansión del virus; ni una ni la otra van a ganar tampoco ningún relato. La gente se pondrá la mascarilla en los espacios públicos, por miedo supersticioso y sin convicción alguna, como hasta ahora, pero recordando la arbitrariedad baldía de Sánchez; la gente, como siempre, se autocuidará y cuidará a los suyos, pero recordará las colas en las farmacias y en los consultorios y el abandono de un gobierno autonómico que, a través de Ayuso, imputa a los madrileños cada contagio, como si la enfermedad no fuera una lotería al revés -de la que se tienen que hacer cargo, como del bombo, las instituciones- sino consecuencia de un descuido personal y de una mala decisión.

Me parece muy inquietante, sí, que la gente ya no crea ni siquiera en la Lotería Nacional, último refugio paradójico del Estado del Bienestar. La Navidad ya se ha perdido; ya se había perdido. O el gobierno central toma medidas para amortiguar el cansancio radical de los españoles -que es antropológico y material- o la "cultura del autocuidado", en condiciones de capitalismo del descuido, fertilizará la ley de la selva, muy favorable para los grandes negocios, y aumentará la nostalgia de un nuevo autoritarismo sin mascarillas ni paripés.

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