Hay quien cree que los jueces son los guardianes de la democracia frente al autoritarismo y los excesos del poder ejecutivo. No es verdad. Quien protege a la democracia es la ley. Los jueces tienen que limitarse a aplicarla. Cuando en 1973 se descubrió que el presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, espiaba a sus oponentes políticos tuvo que dimitir porque se trataba de algo ilegal. En ese caso el mérito fue de los periodistas que lo descubrieron y demostraron, no de los jueces que obligaron al presidente a entregar las cintas ni de los que finalmente enviaron a prisión a algunos de los implicados. Los jueces se limitaron a aplicar la ley. Nada más. Y nada menos.
Esta reflexión viene a cuento de la glorificación en algunos medios conservadores de los jueces que mejor sirven a sus intereses. Llarena, Marchena, García-Castellón o Peinado —entre otros — son presentados como auténticos héroes de la lucha contra el separatismo o la corrupción del gobierno socialista. Desde la teoría democrática este encumbramiento resulta cuanto menos problemático. Si los jueces se limitan a hacer su trabajo y aplicar las leyes, no hay heroísmo ni creatividad alguna en su actuación. Al poner el acento en su valentía, se transmite la idea de que o el resto no se atreve a hacerlo, o ellos van más allá del mero cumplimento de sus funciones constitucionales. Lo más peligroso de esta tendencia es la posibilidad de que el propio juez se crea un justiciero. Corre entonces el riesgo de sentirse legitimado para utilizar sus poderes como juez para finalidades ajenas a la justicia.
Es lo que para gran parte de la opinión pública está sucediendo con el juez Juan Carlos Peinado en la instrucción de la denuncia por supuestos delitos contra Begoña Gómez, esposa del Presidente del Gobierno. Es una percepción subjetiva, sin duda. Sin embargo, es cierto que desde el punto de vista jurídico se suceden en este asunto decisiones muy discutibles; separadamente pueden responder a una interpretación peculiar del ordenamiento jurídico pero vistas en conjunto transmiten una impresión distinta. La propia apertura del procedimiento de instrucción resultó más que dudosa a la vista de la escasez de indicios de ningún tipo. Más adelante hubo una declaración de secreto no justificada y que el propio instructor rompía; insistencia en abrir líneas de investigación por supuestos delitos que no tienen que ver con los inicialmente investigados a pesar de la prohibición por órganos judiciales superiores; providencias que atacan a la fiscalía acusándola de ser demasiado diligente; abuso de los tiempos para evitar que los recursos contra sus acciones sean eficientes... Todo, lo suficientemente dudoso jurídicamente como para que diversos juristas crean que es una instrucción prospectiva destinada a encontrar, incluso debajo de las piedras, cualquier indicio contra al presidente del Gobierno. Ahora parece que si no los hay, el objetivo es que, al menos mediáticamente, lo parezca.
Hace unas semanas el instructor decidió tomar declaración al presidente del Gobierno. Podría ser una decisión razonable, puesto que uno de los delitos investigados es el de tráfico de influencias, en el que la señora Gómez, que no ocupa ningún cargo político, habría usado el de su marido para conseguir favores. El testimonio de Sánchez no era urgente y previsiblemente no aportaría ningún dato relevante por su derecho a no declarar, pero podía tener cierta lógica recabarlo. Sin embargo, el modo en que se ha hecho da a entender que la intención, consciente o inconsciente, no sea jurídica sino política. El juez decidió que la declaración fuera inmediata y oral, aunque la ley permite al presidente declarar por escrito en todo lo que tenga que ver con su cargo. No sabemos si se la iba a preguntar solo por cuestiones personales, pero, puesto que si no fuera presidente del Gobierno no habría caso, parece que tenía que ver con su responsabilidad institucional. Así que procedía la declaración escrita. El empeño en la oralidad tiene implicaciones mediáticas. El acto de declaración fue grabado en vídeo. Se produjeron imágenes en las que se ve al Presidente del Gobierno respondiendo un juez. Aunque fuera como testigo, los medios y partidos conservadores pueden usarlas en una campaña que insinúe su implicación en algo ilegal.
El presidente no declaró. Su comparecencia ante el juez duró apenas un par de minutos y en ella se limitó a acogerse al derecho que dispensa a cualquier ciudadano de declarar contra su cónyuge. Esta dispensa tiene una raíz constitucional en la protección a la vida familiar y en el derecho a la intimidad familiar. Se trata de evitar que nadie esté obligado a contar cómo se desarrolla su vida de pareja, de qué habla con su pareja en la cama o cualquier otro dato conocidos en un momento que debe ser íntimo y estar protegido de intromisiones ajenas.
Ahora se plantea quién debe tener en su poder la grabación del momento en el que el Presidente Sánchez se niega a hablar de lo que conocido en su intimidad matrimonial. En principio cualquier declaración de un testigo debe ser incorporada al sumario y las partes tienen acceso a ella. En este caso, sin embargo, resulta que las actuaciones fueron declaradas secretas, de modo que no rige tal principio. Más allá, la expresión de Sánchez no fue una declaración, sino la expresión de querer ejercer un derecho. Por ese motivo, la fiscalía pidió al juez que tales imágenes, inútiles a efectos procesales y con un potencial dañino sobre los derechos de las personas, no se distribuyeran a las acusaciones.
La respuesta del instructor resulta disparatada desde el punto de vista constitucional. Dice que ha decidido entregar la grabación porque de ella quizás se pueden deducir indicios sobre la culpabilidad de algún imputado. Se trata de una barbaridad mayúscula: donde la ley procesal garantiza que no se te fuerce a decir nada contra tu cónyuge, el juez Peinado dice que del hecho de que decidas acogerte a ese derecho sustentado en la Constitución puede ser un indicio de culpabilidad de tu cónyuge. No solo rompe la regla universal de que el silencio es solo silencio y no puede ser interpretado, sino que vulnera el derecho a la intimidad familiar al permitir que no hablar de tus momentos íntimos sea un indicio de ilegalidad.
Si la decisión de tomar declaración del Presidente del Gobierno pudo ser razonable, el modo en que se ha hecho apunta a que desde el principio lo que se buscaba era producir y luego difundir un vídeo que pudiera dañarlo políticamente, destruyendo públicamente su presunción de inocencia.
Ahora solo resta que el video se filtre y aparezca en los medios. Si se hubiera filtrado cuando solo lo tenía el propio juez, su responsabilidad sería demasiado evidente. Tras pasarlo a las acusaciones podemos apostar sin miedo a perder que esa filtración se producirá en breve y que, aunque sea delictiva, no se investigará eficientemente.
Ante este cúmulo de circunstancias es lícito que la opinión pública dude cada vez más de la intencionalidad política, quizás inconsciente, del juez. Cualquier abogado que haya denunciado alguna vez malos tratos policiales sabe de la ligereza con la que muchos jueces se toman cualquier acusación de ese tipo. Es frecuente archivar esas denuncias, incluso existiendo pruebas evidentes, sin realizar ninguna investigación. Hasta el punto de que los tribunales superiores han condenado decenas de veces a la justicia española por no investigar denuncias. Frente a ello, el celo del juez Peinado por encontrar prospectivamente cualquier indicio de posible delito es llamativo. Más aún, el modo en que se ha propiciado que todos veamos en nuestras pantallas a Pedro Sánchez respondiendo a sus preguntas —sin que importe que eso suponga vulnerar un puñado de leyes y derechos fundamentales— dice muy poco de nuestra justicia. Dentro de unos meses, cuando todos hayamos visto las imágenes y la campaña de desprestigio que las seguirá, quizás un juez superior decida que Peinado está equivocado. Si sucede así, por favor que nadie intente tomarnos el pelo diciendo que eso demuestra que el sistema funciona. Sin integridad judicial y sin magistrados que se tomen en serio el reto de su apariencia de imparcialidad la justicia no puede funcionar.
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