Marie Kinski cuenta siempre con un auditorio lleno. Ha cosechado decenas de miles de seguidores en sus redes sociales, sale a menudo en televisión y sabe muy bien cómo meterse en la actualidad política, manosearla, reinterpretarla y regurgitarla para su público. "Como muchos estudiantes, yo era una de esas jóvenes que vagaban como almas perdidas entre cursos de sociología y comunicación", explica. "Así que sé lo que te enseñan: a destruir el conocimiento. Pero para sonar más snob y de izquierdas lo llaman deconstrucción". El público ríe cada vez que Kinski parodia a la izquierda, a la que asimila con el establishment para situarse ella en los márgenes, en el lado de la incorrección política.
"¿Qué hay que deconstruir?" se pregunta de forma retórica. "Todo. Es una especie de tutorial de bricolaje posmoderno. No os riáis tanto. Requiere un alto nivel de destreza dialéctica. La cuestión es que se explica que la víctima es en realidad el culpable y el culpable es en realidad la verdadera víctima", sentencia. Es la carta de presentación del personaje, de Marie, en la magnífica serie francesa La Fiebre (Eric Benzekri y Ziad Doueiri, 2024), en la que resumen su papel en los siguientes capítulos.
La serie es un excelente retrato de cómo funciona la guerra cultural de la extrema derecha en la era de las redes sociales y la espectacularización de la política y de la información. Cómo se libra la batalla por el sentido común mediante la imposición de marcos interesados, la construcción de ‘verdades alternativas’ y el desplazamiento de la ventana de Overton, esto es, la aceptación y normalización progresiva de asuntos que hasta ese momento ni forman parte del debate público. Y en esto, los medios de comunicación juegan también un papel crucial, más allá de los influencers y propagandistas habituales de las extremas derechas.
"En Springfield, [los migrantes] se están comiendo a los perros, la gente que ha llegado se está comiendo a los gatos, se está comiendo a las mascotas de la gente que vive allí". Fue lo que dejó caer el expresidente norteamericano Donald Trump hace unos días durante su debate con la candidata demócrata Kamala Harris. Una muestra más de la hipérbole y de la mentira, de la deshumanización y el racismo que encarna el personaje, sus seguidores y sus homólogos. Más de un bulero se apresuró a difundir imágenes de ese supuesto secuestro de mascotas para justificar las acusaciones de Trump. También aquí, en España. Y todos a desmentirlo. Vamos, como dice el dicho valenciano, com cagalló per sèquia (como zurullo por acequia), dando tumbos a merced de la corriente.
Esa parodia es, al fin y al cabo, lo que quedó de aquel debate. Lo más comentado. Lo que hoy recordamos. Poco más podría añadir cualquier persona a la que le preguntes hoy sobre los temas que allí se hablaron. No importa que fuese un bulo. Nos hemos puesto a debatir si los migrantes comen mascotas, a demostrar su inocencia. Nos hemos metido en su marco, en su trampa. Y no son pocos los que hoy siguen pensando que es cierto, que hay negros vagando por las calles que se quieren comer a tu gato.
Los excesos y las mentiras de uno u otro candidato están sometidos a la verificación constante, son pasto de tertulias y de la mofa y del espectáculo político convencional. Aunque todos tengan sus parroquias impermeables a cualquier fact-checking. Aquí tenemos el ejemplo de Isabel Díaz Ayuso, cuyas declaraciones y medidas suelen armar siempre cierto revuelo, y a quien la izquierda insiste en catalogar de ignorante y estúpida, pecando una vez más de una terrible y negligente inocencia y arrogancia mientras pierde elección tras elección. Cada vez que Ayuso suelta un señuelo, ahí está la izquierda para picar el anzuelo y recrearse en él mientras la vida pasa y en tertulias y redes no se habla de otro tema. Parece mentira que, a estas alturas, algunos no hayan aprendido la lección. Ella, sin embargo, sigue ganando elecciones y cada vez más popularidad, incluso dentro de su propio espectro político.
Estos días se debate en España lo que el presidente anunció meses atrás contra la desinformación. Lo hizo con gran solemnidad, en medio de la tormenta desatada por la derecha mediática y judicial contra su esposa, Begoña Gómez. Que en España hay barra libre para el lawfare y el bulo lo sabemos todos desde hace tiempo, y que la libertad de expresión es el escudo, también. Por ello, las medidas anunciadas ayer, no suenan tan mal: 1) Establecer criterios que definan qué es un medio de comunicación - Registro de medios informando financiación que reciben. 2) Publicación de inversión pública en medios. 3) Reforma Ley Publicidad Institucional. 4) Mejorar transparencia y verificabilidad de los sistemas de medición de audiencias de medios. 5) Blindar el secreto profesional y protección de las fuentes. 6) Proteger a periodistas de acosos externos. 7) Acabar con las sanciones a periodistas por cubrir actuaciones de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. 8) Limitación financiación pública a medios. 9) Garantizar pluralismo editorial y luchar contra oligopolios y concentración económica mediática.
No hay que olvidar que el derecho a la información comprende también el que tiene la ciudadanía a recibir información veraz, así como a una supuesta neutralidad de las instituciones que en otros asuntos que afectan a personas y colectivos no se arma tanto revuelo, sino que cuentan también con el consenso de quienes hoy lo critican cuando les afecta. Aunque todavía está por ver el alcance y la aplicación de estas medidas recién anunciadas.
Los retos que tenemos por delante para garantizar los derechos en esta nueva era de la información son enormes, no solo por la magnitud y el alcance de los medios y del resto de canales, sino por su constante cambio y reinvención, adaptándose siempre a los cambios, incluso a los legales. Internet ha revolucionado el consumo y el contenido de la información, y la dificultad para controlarlo sin coartar derechos democráticos es un debate global todavía sin resolver. Esto implica meterse en otros terrenos como la educación, la democratización del Estado y del espacio público, también el virtual, y la promoción de herramientas que permitan identificar y exponer los fakes que han colonizado hoy una gran parte de las redes sociales.
Marie Kinski sabe, a lo largo de toda la serie, que juega con el viento a favor. Que va a tener múltiples oportunidades para desplazar cada vez más esa ventana de oportunidades para convertir lo imposible en lo aceptable, y que cuenta, además, con poderosos aliados al mando de medios y partidos. Ella es tan solo un peón más en un tablero global donde la batalla de las ideas se libra sin cuartel en todos los escenarios, y a pesar de cualquier ley. Lo mismo le pasa a Marine Le Pen, que ha visto cómo, al final, Macron ha acabado rendido ante ella, a pesar de no haber ganado las elecciones, o a los ultraderechistas alemanes, que ha sido el socialdemócrata quien ha acabado aplicando sus recetas cuando ha visto que le pisan los talones.
Todo intento por mejorar la transparencia, por limitar la desinformación y por garantizar el acceso a la información plural y veraz es siempre una buena noticia, pero habrá que esperar a ver los resultados más allá de la declaración de intenciones. No debe ser nunca un parche para un asunto o un momento determinado, ni una puerta abierta a la instrumentalización del gobierno de turno para perseguir y censurar cualquier disidencia. Todo lo que se promueva hoy debe tener la suficiente capacidad para que, pase quien pase por las instituciones, no se convierta en una herramienta de censura y control. Pero el problema va más allá de filtrar la basura que orbita en la red o que se instala en los medios como menú diario. El problema es que, en lo terrenal, en lo material, el miedo a esa reacción, a esa máquina del fango, te haga tan inútil que acabes siendo cómplice de quienes hoy intentan tumbarte por todos los medios.
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