Carmen Molina Cañadas
Vivimos tiempos de desmesura, de excesos de un poder económico, así en abstracto, que va dejando en los márgenes del sistema a cada vez mayor cantidad de población. Empieza a ser una necesidad imperiosa la reflexión en el seno de la sociedad del porqué, el para qué y el cómo se ejerce el control de los pueblos.
Inmersas como estamos en un sistema de organización social dispuesto para servir a un modelo económico, el neoliberal; se nos expropia el tiempo para la reflexión, para disfrutar de la vida, para acompañar y cooperar con nuestras compañeras de generación y con las generaciones enlazadas, esas con las que compartimos espacio y tiempo. Incluso se nos roba el tiempo para la pereza, la ociosidad (creativa o no) que no tiene que asumirse como dejadez, pero que se censura. Han conseguido que nos sintamos mal cuando no somos económicamente productivos, como si el fin último de la vida humana fuese el trabajo y la productividad. No me parece que nuestra dependencia del empleo remunerado y su precarización actual sea realmente el derecho al trabajo que recoge nuestra constitución en su artículo 35. Más que un derecho es una apropiación de nuestro tiempo de vida. Es obvio que SÍ hay derechos que nos corresponde disfrutar y defender. Especialmente el tener vidas dignas y eso supone derecho a un techo, a educación, a la alimentación, a la libertad de movimiento, de pensamiento, de expresión... Pero el trabajo, mejor el "empleo", más que un derecho es un medio para conseguir esa vida digna y no un fin en sí mismo, como lo entiende este sistema económico que nos roba tiempo, nos explota; y con ello, esquilma a mayor velocidad la tierra que nos sostiene.
Se nos ha dicho que la tecnología nos facilitaría la vida, y dispondríamos de mas tiempo. Y curiosamente, ahora se nos amenaza con que los robots harán la mano de obra humana prescindible, que nos desplazarán de los empleos, pero ¿cómo es posible que estemos en esta espiral explotadora de recursos materiales y humanos? Lo que subyace es el modelo consumista que dinamiza la economía global y de la que hay que salir con urgencia.
Nos han inyectado en vena valores como el individualismo, que prioriza al individuo respecto a la colectividad, asumiendo que la persona puede obrar según su voluntad, sin atender al espacio compartido. Esto nos lleva a la competencia, la propiedad ilimitada y la capacidad de acumular bienes comunes, que son los bienes de todos: el agua, el suelo, el aire que respiramos, acaparando su propiedad en beneficio privado y privando del mismo a la colectividad. Para oponerse a esta realidad cabe plantearse seriamente el ejercicio de la Desobediencia Civil, en los términos que planteaba Thoreau.
El neoliberalismo, está llegando a unos extremos que hacen necesario un planteamiento colectivo de confrontación y de alternativas al mismo. Una herramienta para conseguirlo es la aplicación del concepto acuñado por Henry D. Thoreau, de la Desobediencia Civil. Él se negaba a colaborar con un Estado que mantenía el régimen de esclavitud y emprendía guerras injustificadas. Es algo que no ha dejado de ocurrir en la historia de la humanidad.
Ahora, y en un contexto social y ambiental tremendamente complejo y con síntomas de agotamiento, que está sacando a las calles de todo el mundo global, a mujeres por la igualdad, a jóvenes por su futuro, a indígenas por la defensa de sus territorios, a desterrados, migrantes, apátridas... se impone la acción no solo reactiva, sino constructiva de otra realidad posible. Construirla de la mejor manera que seamos capaces, con la inteligencia colectiva, dedicando tiempo a lo común. Disponemos de multitud de ejemplos dispersos y aislados de comunidades que se autoorganizan y viven. En el mejor sentido de esa palabra. No sobreviven, no malviven... viven vidas dignas de vivirse. Pero se les deja cada vez menos espacio.
El modelo económico está acabando con los espacios físicos y ecosistemas que necesitamos para ello. Es por eso que se impone la aplicación de otra lógica, porque la imperante nos está sacrificando en el altar del enriquecimiento de unos pocos, cada vez menos. Hemos adormecido la inteligencia colectiva y el instinto de supervivencia, al construir un mundo artificial que ha roto los lazos con la naturaleza de la que formamos parte. Y la tecnología no nos va a salvar. Muchos mundos distópicos estamos ya imaginando, a cuál más desasosegante. Parémonos a reflexionar colectivamente. Apliquemos lo aprendido, o lo que podemos aprender de todas las que nos precedieron, de generaciones y personas que cambiaron sus realidades a golpe de sueño, a golpe de utopía. Aprendamos de los valiosos ejemplos que tenemos a nuestro alrededor. Por ejemplo, la obra de Thoreau que criticaba la autoridad del Estado y llegó a ser inspiración para Gandhi en su campaña de resistencia contra la ocupación británica de la India. También inspiró a Martin Luther King en su lucha no violenta frente a la discriminación de la población negra de EE. UU. Ha promovido y sigue inspirando movimientos como la objeción fiscal, la objeción de conciencia contra el militarismo o violencias más o menos solapadas, movimientos ciudadanos y luchas ante los abusos.
En realidad, la insumisión de Thoreau cuestiona el equilibrio y funcionamiento de la sociedad como fuerza de control del individuo. Sin embargo, ha servido para defender los derechos de muchas personas frente a la injusticia y la acumulación de poder por parte de élites que actúan con lógicas alejadas del interés colectivo y el instinto de supervivencia de la especie.
Las preguntas que subyacen son: ¿hasta qué punto estamos obligados a obedecer a gobiernos, cuando sus leyes nos parecen injustas? ¿cuándo y cuanta injusticia hace falta para que esté justificada la resistencia pacífica al poder? ¿cuántas desobediencias individuales, como la de Rosa Parks no cediendo su asiento de autobús a un blanco, o de Greta Thunberg no yendo a clase los viernes, necesitaremos para desobedecer colectivamente y cambiar el sistema?
Thoreau respondió de un modo radical y provocador, afirmando que cuando las obligaciones de un individuo se apartan de su idea del deber, ha llegado la hora de la desobediencia. Quizá ha llegado ese momento para amplias capas de la sociedad que ya se mueven en los márgenes de este sistema. Es momento de desobedecer radicalmente, porque los derechos fundamentales, los que sostienen la vida, no están primero en la realidad actual. Se supeditan a los intereses de la economía y a su adoración del crecimiento económico. Un crecimiento que proporciona empleos cada vez más precarizados y alienantes en los países enriquecidos y que niega el futuro a los que llaman a nuestras fronteras desde el sur empobrecido. Y es momento de cambiar esta realidad.
Comentarios
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