Tengo muy grabadas la veces en mi vida que he estado cerca de un gran incendio forestal. En Cebreros (Ávila), en El Escolarial (Madrid), por las rías de Galicia, viajando hacia Portugal y en las sabanas de África. Y siempre he sentido miedo, la sensación de que algo me quemaba por dentro al ver los árboles arder. Salvo el africano, todos fueron provocados por una mano humana. La misma mano que un día, probablemente en ese continente del sur, descubrió que podía controlar aquello que dolía, pero a la vez era poderoso porque la carne sabía mejor, y calentaba y hacía posible socializarse en torno a un ‘hogar’, palabra que por cierto viene de hoguera, a su vez del latín ‘focus’ (fuego).
Resulta desconcertante que en pleno siglo XXI, mientras somos capaces de aterrizar una sonda en un cometa o diseñar ordenadores cuánticos, volvamos a perder el control de aquello que nos permitió sobrevivir, poniendo en riesgo los mismos árboles que nos cobijaban y aún hoy nos dan oxígeno. Y es que siempre hubo fuegos, pero todo indica que los de ahora son distintos a los del pasado reciente. Y tienen apellidos: incendios ‘zombies’ o ‘superincendios’. Y no son ajenos a la inconsciencia accidental, el negocio redondo o la enfermedad mental, pero además no lo son al cambio climático, también de origen humano que, a su vez, los potencia una vez prendida la mecha.
El nombre de incendios ‘zombies’ es muy apropiado poruq no hay nadie alrededor que los active. Tienen lugar en inhóspitos territorios del Ártico y se generan bajo tierra, en turberas que acumulan gas metano. Estos fuegos se mantienen latentes en invierno, apareciendo y desapareciendo de las superficie según las condiciones climáticas. Tras un invierno más cálido de lo deseable (ya no digo ‘de lo normal’, porque esa normalidad está transformada), el pasado mes de junio muchos ‘zombies’ acabaron convertidos en megaincendios’ que emitieron unos 60 millones de toneladas métricas de dióxido de carbono a la atmósfera, según en sistema satelital Copérnico, de la ESA. Se superaba así el récord anterior, de junio de 2019, coinciendo con otro dato más que precuopante: las tierras árticas se están calentando dos veces más rápido que el resto del mundo, ello genera sequías en el suelo que alimentan las llamas.
Y luego están los ‘superincendios’, de los que hemos tenido recientes ejemplos en la Península Ibérica - los del norte de Portugal o el de Gran Canarias, el pasado año-, pero que igualmente se extienden por gigantescos espacios en la Amazonía (Brasil, Venezuela, Bolivia...), Australia, Canadá, Estados Unidos o Congo. Decenas de millones de hectáreas arrasadas que lanzaron 6.375 millones de toneladas de CO2 al aire que respiramos. "La cuestión es que en 2019 los grandes fuegos de Australia, por ejemplo, no fueron en pastizales, sino en bosques templados y zonas costeras, con un gran impacto social", explicaban en una reciente jornada sobre el tema los expertos convocados por WWF España. Denunciaban también que en muchos casos, como la Amazonía o Indonesia, al cambio climático se suma el impacto de un sistema alimentario global que tiene mucho que ver con el hecho de que los árboles no dejan florecer los negocios; aunque sin olvidar el hecho de que los grandes bosques se nos están secando (hipervínculo: https://rosamtristan.com/2020/06/18/los-bosques-tropicales-no-sobreviviran-a-los-32oc/), como recientemente constataba una investigación científica.
Estos colosales incendios alcanzan tales dimensiones que exceden las capacidades de cualquier dispositivo de extinción, como se pudo comprobar en California el pasado año, cuando tuvieron que ser evacuadas casi 200.000 personas. También lo vivimos en Galicia en 2017, si bien entonces nos querían hacer creer que la única razón eran los delincuentes y los pirómanos.
La realidad es que, como en el Amazonas, es cambio climático sumado al caos y el descontrol. A medida que el campo de abandona –y me refiero a cultivos, prados, eras y plantaciones de eucaliptos...- crecen los bosques dejados de la mano... ‘de nadie’. Un informe de Greenpeace España alertaba hace unos días de que el 81,5% de nuestra masa forestal no tiene ningún tipo de gestión, y a la vez de que más de cuatro millones de hectáreas de cultivo se han abandonado en los últimos años. Son números de lo que veo cada vez que salgo a la naturaleza: se acumula la ‘yesca’ por doquier, desde los robledales del Picos de Europa a los hayedos de la sierra de Madrid o los eucaliptos abandonados en tierras gallegas.
Al mismo tiempo, crecen como ‘setas’ las casitas inmersas en esos bosques, urbanizaciones que extienden la frontera urbana, aumentando el riesgo de un siniestro. "Si hay un fuego, al final la prioridad es defender a las personas, que no son conscientes del riesgo, y sus casas ilegales, mientras el incendio evoluciona", recordaban en WWF. Los técnicos del Infoca reconocían que todo ello hace que ahora sea mucho más peligroso su trabajo que hace 15 años, aunque también está más profesionalizado.
¿Y qué se hace para evitarlo? Desde luego, por un lado, vamos muy lentos para frenar el cambio climático, aunque día tras día la ciencia agrava el panorama a medida que acumula información. Tampoco parece que aumentar los cortafuegos y los hidroaviones sirva para prevenirlos, sobre todo si siguen sin gestionarse de forma adecuada. Un ejemplo de tantos: la Junta de Andalucía cuida y protege 25.000 hectáreas públicas forestales de los 4,5 millones que hay en la comunidad.
"Si un bosque no genera dinero acabará por desaparecer", se oye de decir en algunos foros. Idílicamente, me gustaría pensar que hay más razones no económicas para su conservación, como que son hogar de infinidad de especies, que en ellos nos va la salud o sencillamente que son bellos, que no todos tienen que ser plantaciones, salvo los contados reductos que son los parque nacionales. Aquí o en Centroáfrica. Sobre todo porque hay alternativas y si bien es verdad que los gobiernos no pueden obligar a la población a volver al campo, si deben propiciar que se regrese porque las condiciones merecen la pena. Y se puede apoyar la ganadería extensiva y no la intensiva o la agroecología o el aprovechamiento de la biomasa o la resina. También es posible reordenar los paisajes para conservarlos. En la Comunidad de Valencia lo están haciendo, proporcionando fondos a los municipios para que pongan en marcha planes contra incendios forestales y los limpien de vegetación.
En el tiempo que me llevó escribir este artículo, ha comenzado otro ‘superincendio’ en California, arde la Sierra de Goma en México, sigue fuera de control el fuego en la República de Sakha del ártico ruso y el Instituto de Investigación Espacial de Brasil ha informado que ha contabilizado 2.248 fuegos en la Amazonía.
Si ahora nos quejamos de ir con mascarilla, es mejor no imaginar cómo sería vivir pegados a una bombona de oxígeno. Pero estamos a tiempo de evitarlo y de volver a tener el control de unos fuegos que hemos dejado que se nos fueran de las manos.
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