El dedo en la llaga

Monárquicos vocacionales

Muchos solemos decir que las monarquías no pintan nada en sociedades como las actuales –que son residuos atávicos, pre democráticos–, pero la observación fría y sincera de la realidad debe hacernos matizar esa afirmación y admitir que no pocas repúblicas de nuestro tiempo denotan lo fuerte que puede ser la añoranza de los hábitos monárquicos entre quienes ejercen el Poder.

Muchos parecen echar de menos el carácter hereditario de la Jefatura del Estado.

En eso hay escuelas distintas.

Están los que no comparten los principios de Felipe de Poitiers y su Ley Sálica, razón por la que promueven que la Presidencia la herede su mujer, un poco antes o un poco después. Ahora mismo tenemos en primer plano los procesos sucesorios de Argentina (ya culminado) y el de los Estados Unidos de América, donde el mal podría manifestarse con cierto retraso, pero no por ello con menos virulencia.

Ya sé que son casos en los que se persigue el objetivo pretendido apelando al designio de las urnas. Pero eso es secundario. Lo llamativo es el hecho singular de que tantos los presidentes vacantes como sus respectivos partidos descubran que, de los muchos millones de conciudadanos con los que cuentan, la persona más capacitada para ocupar el cargo sea precisamente la esposa de quien ya estuvo en él. (Nunca al revés. Es curioso.)

Otra escuela, similar pero distinta, es la que postula que la herencia del poder recaiga en un hermano. Ahí, la referencia inevitable es Cuba.

Más tradicionales son los que, como el dirigente norcoreano Kim Il Sung, delegan la vara de mando en su vástago primogénito, al modo monárquico más clásico entre los clásicos.

Se dice que no hay nada nuevo bajo el sol, lo cual es intrínsecamente falso –cada día que nace es nuevo–, pero sabemos, desde que Roma fue república, de la tendencia de muchos gobernantes a colocar en cargos clave del Poder a sus familiares más directos, sea para procurarse favores, sea para agradecerlos.

Siempre ha habido entusiastas de los privilegios de clan. Incluso muy excéntricos. Calígula llegó a presentar la candidatura a senador de su propio caballo. Aunque he conocido a candidatos peores.

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