Hoy, viniendo hacia la televisión, he visto una mujer que corría con dificultad por la calle. Sus piernas no estaban para una maratón, parecían débiles. Pero con mucha firmeza se ha lanzado a cruzar la acera. Ha saltado entre los coches por un sitio peligroso. Tenía los ojos perdidos y sólo veía el autobús verde que estaba casi llegando a la parada. Quería alcanzarlo a como fuera. Tenía la cara angustiada y podía haberla atropellado un coche. No parecía verlos. El autobús ni siquiera ha hecho además de detenerse. Ella, al revés, se ha quedado detenida brúscamente en mitad de la rotonda cuando ha entendido que su esfuerzo era en vano. Ha obligado a frenar a un coche. Ella sólo tenía pensamientos para su fracaso. Seguramente llamar a un taxi no estaba en ningún plan posible. Era el autobús. Ese. El que ni se ha detenido en la parada.
He pensado en la falta de empatía del conductor. También en que cada día, a ese mismo conductor, le reprochan, cuando llega a cocheras, haber perdido minutos por subir a gente fuera de las paradas o por esperar a viajeros. Y por culpa de esas pérdidas le amenazan con despedirle. He pensado en la mujer y su cuerpo frágil. Quizá el siguiente autobús tardaría media hora y hacía mucho frío. O tenía que llegar a casa porque su hijo o un familiar necesitaba sus cuidados. O solo estaba harta de una larga jornada. O había quedado con un amor o soñaba con darse una ducha caliente. El conductor, un trabajador como ella, no ha esperado para que sus sueños tuvieran lugar. No sé si ella ha cumplido su jornada y le ha cerrado la puerta en las narices a alguien que ha llegado con la hora pegada. O ha hecho algunos minutos más para que la jornada no parezca una tortura que duele cada segundo. Me hubiera gustado que el conductor la hubiera esperado. Porque ella quería subirse a ese autobús. A ese. Porque ha cruzado temerariamente la calle por alcanzarlo. Porque ha estado a punto de tener una accidente por subirse, por sentarse en esos fríos asientos negros, por tener la tranquilidad de un trecho tranquila hasta llegar a destino. Seguro que el conductor tenía razones para no esperar, protocolos fijos, el mismo caso todos los días en cada parada, amenazas de despido por parte de otro trabajador con un poco más de responsabilidad por hacer esas cosas.
Pero es en esa solidaridad apenas perceptible, en ese detalle generoso, en esa empatía fraterna entre iguales donde sueño la esperanza. Una ayuda mutua cotidiana. Cuando se disipa, los días son más fríos, más grises, más cortos. Cuando se disipa, el invierno es más inhóspito y nos hace todo un poco más difícil. Aunque siempre termina llegando la primavera.
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