Frente a las pornográficas manifestaciones públicas de Luis Rubiales y su negativa a dimitir, me encuentro entre quienes lamentan que el grosero episodio de violencia machista que este protagonizó en Australia haya acabado ensombreciendo la gigantesca victoria de 23 jóvenes españolas que hace solo unos días hicieron vibrar al país entero ganando la Copa del Mundo de Fútbol.
El día que se jugó en Nueva Zelanda la semifinal España–Suecia, martes 15 de agosto, diez de la mañana, varios clientes de un bar pidieron al dueño que sintonizara el partido. Aquí no se pone la tele para ver fútbol de tías, contestó este. En breves instantes todos los clientes pidieron la cuenta, abonaron sus consumiciones y el bar se quedó vacío ante el desconcierto de un machirulo que, al estilo del camorrista presidente de la Federación Española de Fútbol y su cohorte de turiferarios, no acaba de enterarse que este país ya no es lo que era.
El combinado español ganó 2-1 aquel partido y esa mañana el país entero se aprendió al menos dos nombres: Salma Paralluelo, 19 años y Olga Carmona, 23, las autoras de los goles del pase a la final de la Copa del Mundo. A nadie le importaba en ese momento cómo demonios podía apellidarse el presidente de la Federación. De un día para otro, buena parte de este país había descubierto que aquí existían mujeres que jugaban al fútbol y que, si el domingo día 20 ganaban en Sídney, podían traerse para España el trofeo más importante de este deporte por primera vez en la historia.
Así fue: ganaron 1-0 a Inglaterra el domingo día 20 al mediodía (gol también de Olga Carmona), dejaron durante dos horas las playas semivacías y dispararon los índices de audiencia de una TVE que hacía tiempo que no se había visto en otra. En pleno mes de agosto y en las antípodas del planeta, 23 españolas acababan de dejar en evidencia la caspa de un país con millones de machistas que de pronto no sabían cómo gestionar sus convicciones de tantos años, tantas certezas mal entendidas.
La repugnante actitud del presidente de la Federación besando en la boca a una de sus jugadoras sin su consentimiento es la elocuente prueba de una confusión en la que militan no solo hombres como él o el dueño del bar al que nos referíamos al principio, sino incluso muchas mujeres. La pesadilla que llevamos viviendo esta última semana evidencia el largo camino que queda por recorrer hasta que todos entendamos de qué va el acoso laboral, de qué va la violencia sexual.
Las futbolistas españolas dejaron además en evidencia, al ganar el mundial y traerse con ellas la Copa del Mundo, tanto postureo como se estila en el fútbol masculino. Con su impecable victoria emocionaron, hicieron llorar incluso a millones, sí, millones de personas. Nos pusieron en el mapa mundial del deporte femenino certificando así una revolución, silenciada más que silenciosa, que hace ya tiempo que se estaba produciendo entre la gente joven a pesar de quienes, comenzando por el trumpista presidente de la Federación Española de Fútbol, parecen empeñados en ignorarla.
Menos mal que Salma, Olga, Alexia, Cata o Mariona son un reflejo fantástico de la diversidad de un país que se mueve a años luz de la España casposa que aún defiende tanto intolerante como todavía anda suelto por oficinas, despachos y escaños parlamentarios. Ivana, Ona, Alba, Jessi o Aitana no solo han desnudado a los niñatos multimillonarios y chulitos que van por el mundo sacando pecho porque saben darle pataditas a un balón, sino a todo ese entorno machista y prepotente que lleva decenios mangoneando en el fútbol de manera impune y pontificando mientras se fuman un puro, se rascan los genitales o ambas cosas a la vez.
Las jugadoras de la selección femenina de fútbol también han dejado en evidencia a ese periodismo baboso y genuflexo que se empeña en dorar la píldora a cretinos de medio pelo. Con su desfachatez, desahogo barriobajero, chulería y horterez supina acreditadas el pasado viernes, Luis Rubiales nos ha jodido la fiesta, ha empañando buena parte de la alegría que supuso que 23 jóvenes mujeres ganaran la Copa del Mundo jugando magistralmente al fútbol.
Las 23 españolas de Sidney (campeonas, que no campeones, por mucho que insistan tanto el nefasto Rubiales como el entrenador Jorge Vilda) han ganado mucho más que un campeonato mundial de fútbol: han contribuido a dar un paso de gigante, de gigantas, en la lucha por la igualdad de las mujeres en España, en la pelea por la equiparación de derechos. Quizás porque se trata de una revolución en toda regla, y toda revolución es política, quizás por eso estamos donde estamos, con Rubiales y sus secuaces revolviéndose como gatos panza arriba. Por mucho que se empeñen, más pronto que tarde serán olvidados. La gesta de las futbolistas, en cambio, pasará a la historia, es ya historia.
De ellas será para siempre el mérito de haber contribuido a situar los derechos de la mujer en el centro del debate. Por muchas consejerías y concejalías de Igualdad que los ultras se empeñen en hacer desaparecer, el trabajo y la victoria en Sidney de 23 jóvenes españolas el pasado 20 de agosto pone fecha al arranque de un tiempo nuevo y mejor.
J.T.
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