El ojo y la lupa

Viaje antropológico al dragón indochino antes del desastre

El viaje a Vietnam, Laos y Camboya es ya un clásico que cada año, tanto en la estación seca como en la húmeda, vierte millones de visitantes en busca de sabor asiático, naturaleza salvaje, miríadas de templos budistas y ruinas del extinguido esplendor jemer en Angkor. La masificación ha robado buena parte de su encanto a lo que un día no tan lejano era un reclamo de aventura y los españoles, pese a la crisis, se suman al boom con un entusiasmo solo superado en Occidente por los franceses.

La situación política hace tiempo que dejó de ser un problema para el viajero. Vietnam y Laos, con regímenes de partido único y nominalmente comunistas, y Camboya, con un pluripartidismo que no impide que el primer ministro Hun Sen se eternice en el poder, han superado las heridas de décadas de guerra. Se abren al exterior con un entusiasmo y un pragmatismo paralelos a la riada de dólares que aporta el turismo. Y los visitantes regresan a casa convencidos de haber visitado el paraíso low cost, sin tomar apenas conciencia de los problemas que azotan a una de las regiones más pobres del planeta.

No hay buen viaje sin buenos libros que lo adornen y lo anticipen. Antes de mi periplo de tres semanas por la zona releí Despachos de guerra, de Michael Herr, El dolor de la guerra, de Bao Ninh, y El infierno de los jemeres rojos, de Denise Affonço. Son obras todas ellas centradas en el conflicto que arrancó con la colonización francesa que concluyó abruptamente en 1954 con la capitulación de Dien Bien Fu, degeneró en el cenagal homicida de la política norteamericana de contención del comunismo en plena guerra fría que culminó en la vergonzante retirada de 1975, y se prolongó aún cuatro años en Camboya con el delirio genocida de los jemeres rojos, y más de 20 años más hasta que llegó la paz definitiva. Las heridas de aquel conflicto sangran todavía, con centenares de muertos cada año por culpa de minas y de bombas, de las que aún quedan millones sin explotar.

Me faltaba una visión antropológica de la región en la época de transición, y eso es justo lo que proporciona A dragon apparent, de Norman Lewis, publicado en 1951, del que no he podido hallar una edición en castellano, pese a ser un clásico en el que se inspiró El americano impasible, que  Graham Greene escribió pocos años después. Un francés con una ecléctica tienda en el centro de Siem Reap –la puerta urbana a las ruinas de Angkor- me vendió por seis dólares un ejemplar -¡impreso en Navarra!- que luego descubrí que era una fotocopia, aunque bastante nítida. La piratería editorial es allí la norma.

La lectura de Un dragón aparente ha supuesto todo un descubrimiento. Lewis recorrió la región durante varios meses, en 1951, en los estertores del dominio francés. La guerrilla comunista dificultaba la libertad de movimientos sin impedirla del todo, lo que convertía el viaje en aventura. Aún persistían modos de vida, ritos y minorías que conservaban costumbres ancestrales amenazadas por el contacto con la llamada civilización occidental.

El escritor describe con un distanciamiento irónico el carácter de la administración colonial francesa y su actitud paternalista –y con frecuencia agresiva- con las poblaciones autóctonas. Asimismo, dibuja con precisión de entomólogo y benevolencia sin complejos los rasgos más característicos de grupos étnicos y religiosos. Algunos de ellos son tan peculiares como el Cao-Daismo, una especie de fusión de confucianismo, culto a los espíritus, cristianismo, taoísmo, budismo e Islam, con santos como Víctor Hugo, Juana de Arco, San Bernardo, San Juan Bautista y el Emperador de Jade.

No menos interesante es su descripción de los mois, de quienes un día se dijo que tenían cola, eran mitad hombres mitad animales, convencidos de que los espíritus buscaban refugio en grandes ánforas que adquirían por ello un gran valor, que impregnaban sus flechas con veneno extraído de serpientes y escorpiones, con registros genealógicos que se remontaban a la era de los mamuts, con orgías alcohólicas elevadas a la categoría de ceremonias religiosas, sin conceptos asimilables a lo que entendemos como crimen y castigo, culpa y arrepentimiento, distinción entre ley civil y criminal, y para quienes suponía un sacrilegio la obligación de trabajar en condiciones de semiesclavitud para los grandes plantadores franceses.

Aquel era un mundo que ya no existe, incapaz de sobrevivir a la convulsión bélica, y en el que todavía era posible lo que le ocurrió a un funcionario colonial de Luang Prabang: a las seis dijo que quería casarse con una laosiana, a las seis y media le presentaron a la novia, a las siete les casó un monje budista, a las siete y media lo celebraron brindando con champán, y a las ocho ya estaban en el tálamo nupcial.

Ese mundo se tambaleaba. Los franceses entonces, y los norteamericanos después, fueron incapaces de entenderlo. Resulta paradójico y lamentable que estos últimos, que perdieron la guerra, sean ahora el paradigma que inspira a unas poblaciones que imitan una cultura ajena y que convierten el dólar en su segunda moneda de curso legal, cuando no la primera. En ocho días en Camboya, por ejemplo, ni siquiera necesité comprar rieles.

En 1950, cuando Lewis viajó a la región, los errores de la administración colonial engrosaban las filas de la guerrilla comunista, incluso en la Camboya menos propicia a un cambio radical de modelo social y política, por la ausencia de industrias y de proletariado urbano. Señala el escritor que "la mejor forma de convertir en comunista a un aldeano es quemar su casa y matar a varios miembros de su familia". Y el propio primer ministro le dijo: "La transición al comunismo es menos difícil para un asiático, tal vez porque tiene menos que perder. Hay momentos en los que uno siente que quizás sería mejor ser un poco más pobre si, al mismo tiempo, se puede ser un poco más libre". Aún faltaba mucho para que los jemeres rojos demostrasen sin margen a la duda que también era posible la pobreza sin libertad.

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