No sé si recuerdan una divertida escena de la película Annie Hall, en la que Woody Allen y Diane Keaton hacen cola en un cine y tienen detrás a un pelmazo que se las da de cultureta y exhibe impúdicamente sus conocimientos sobre Marshall McLuhan. En una de sus típicas fantasías diurnas, Woody acaba desautorizándolo públicamente, al lograr que el propio McLuhan (que se hallaba escondido detrás de un cartel publicitario) salga a decirle «Vd. no sabe ni una sola palabra sobre mí, no sé ni cómo le dejan dar clase».
El debate público entre Ruben Amón y James Rhodes ha llegado también a tales grados de surrealismo, que esta semana el primero se jactaba en su diario de que «para mí Bach es más importante que para Jimmy», que es lo mismo que «apropiarse» intelectual y artísticamente del creador de La Pasión según San Mateo, como hacía el pedante de Annie Hall con McLuhan. Según revela él mismo, Amón recibió en su día de manos de Nikolaus Harnoncourt (un pionero de la interpretación con instrumentos originales) el espíritu de Bach y se lo tatuó en el alma, lo cual (me temo) le convierte en una especie de guardián del tarro de las esencias bachianas.
Leo también (pues no he tenido ocasión aún de asistir a ningún concierto suyo) que James Rhodes es un despanzurrachaconas y un revientapreludios bachianos, y que la parte interesante de sus recitales no radica tanto en las interpretaciones propiamente dichas, sino en la amena cháchara a la que se entrega entre las piezas, en la que se suceden, sin solución de continuidad, el Brexit, la tortilla de patatas y el bajo cifrado barroco. Ayuda mucho que hable mal en castellano. Dicen que en la época de El día después, Alfredo Relaño obligaba a Michael Robinson a regresar a Liverpool y a permanecer allí una temporadita, cada vez que su español se volvía demasiado perfecto, pues las masas aman a los que cometen divertidos errores en nuestro idioma. Y si no, que se lo pregunten a Carmen Sevilla.
Por otro lado, es sospechoso que los conciertos de un pianista que se ha propuesto «democratizar» la música clásica, sean por lo general, más caros que los de otros colegas que tocan tan bien o mejor que él. Tal vez sea culpa de la ley de la oferta y la demanda, pero a los hechos me deprimo: asistir en Zaragoza a un concierto de Yuri Bodganov cuesta 7 euros, mientras que si es Rhodes el que toca, pueden llegar a clavarte 55 jurdeles.
Estaría bien poder llegar a la conclusión de que Bach, es, efectivamente el puto amo de la música occidental, no porque lo proclame Amón, al que a su vez se lo dijo Harnoncourt (falacia ad verecundiam o magister dixit) ni porque, como sentencia Rhodes, el Cantor de Leipzig sea pura alegría. Como si Bach no fuera el compositor de las piezas más desgarradoras de la historia, desde el aria Erbarme dich de La Pasión según San Mateo (solo pensar en ella ya se te humedecen los ojos) a la Chacona de la Partita para violín en Re Menor, transcrita para piano por Busoni. La razón por la que Bach resulta tan interesante de escuchar es estrictamente musical y aunque mi cerebro límbico lo ha sabido desde mi más tierna infancia, fue el músico de jazz Jacques Loussier el que más me ayudó a expresarlo con palabras y de manera más racional. Traducido a mi idioma, bastante menos refinado que el del francés, Bach es como el cerdo ibérico, de él se aprovecha todo. La música, desde una canción de Rosalía a una fuga barroca, tiene dos dimensiones, una horizontal (la melodía que se va desarrollando en el tiempo, compás tras compás) y una vertical (los acordes o pilas de notas que nos van diciendo en qué tonalidad o punto de la escala estamos). Pues bien, en Bach ocurre que tanto las melodías como los cambios de armonías son tan interesantes y variados como los giros de guión en una película de Spielberg. En un documental de la BBC de la serie Great Composers que recomiendo a todo bicho viviente y escuchante, Loussier nos hace oír a palo seco el bajo del Aria en G, sin la melodía y los acordes, y demuestra ante las cámaras que hasta ese motivo en solitario ya resulta más musical que muchas obras completas de otros compositores de la época. Loussier nos hace escuchar también los cambios de armonías en un preludio coral y se queda asombrado al comprobar que los acordes cambian a veces cada medio compás, lo que convierte cualquier pieza de Bach en el antídoto de la monotonía.
Aquí lo dejo, porque veo ya que se acerca Bach en persona a decirme que cierre la puta boca. Alguien le ha debido de soplar que aprendí a apreciar su música en las heterodoxas y sintetizadas versiones de Walter Carlos en Switched–on Bach y en los arreglos para bajo y flauta de Jethro Tull de la Bourrée para laúd y que, con estos antecedentes, no sabe cómo ni Rubén Amón ni James Rhodes me permiten escribir sobre él en este periódico.
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