Una vez se relajaron las medidas del estado de emergencia en España a comienzos de mayo de 2020, lo primero que se vio en la calle no era muy diferente de lo que estaba ocurriendo en otros países de su entorno: gente disfrutando de sus primeros paseos a pie o en bicicleta, niños correteando por las aceras y los parques, y un debate abierto sobre hasta qué punto se estaban siguiendo las recomendaciones médicas de la distancia física.
La pandemia de la covid-19 había provocado un confinamiento de menores, adultos y ancianos durante un largo, lluvioso y deprimente mes y medio, por lo que este precario florecimiento de la actividad en el espacio público tenía algo de vital, de renacimiento, de rencuentros con amigos y seres queridos, y en términos generales de comportamiento cívico. El mensaje y las imágenes eran claras: los abrazos negados por la distancia en realidad nos acercaban más a los otros, nos reforzaban como sociedad.
Dos semanas después, sin embargo, el panorama que encontramos en las calles es muy diferente. Los primeros en romper este clima fueron algunos vecinos del barrio de Salamanca quienes, portando banderas monárquicas en todo tipo de formatos, exigían en la calle (sin respetar las normas de distancia física que recomiendan los especialistas) el fin de la "dictadura comunista" y la dimisión del gobierno. Emulando el ejemplo de Madrid, decenas de vecinos en otras ciudades de la geografía española han comenzado a realizar manifestaciones similares.
En contraste con EEUU o Brasil, estas protestas no están alimentadas por un discurso populista conservador y neoliberal que defiende que las consecuencias económicas de un estado de emergencia son más graves que las que pueda causar la propia pandemia. Estos argumentos se han defendido en España por algunos sectores de la derecha, pero no son la principal motivación de las actuales protestas en la calle, cuyo transformado es mucho más pedestre: derribar al primer gobierno de coalición de izquierdas en la democracia española desde 1977.
El desarrollo de estas movilizaciones no fue espontáneo, sino que ha sido alimentado por los discursos incendiarios de los dos principales partidos de la derecha a nivel nacional, el PP y VOX, y los medios de comunicación conservadores a lo largo de los dos últimos meses. Sin lugar a dudas, en el contexto de pandemia global que vivimos, las motivaciones de estas manifestaciones y la falta de respeto a las normas de distancia física de los participantes resultan lamentables y peligrosos. Ahora bien, interpretar estas protestas como si se trataran tan solo de una evidencia de la inmoralidad de la derecha me parece una lectura bastante complaciente por parte de la izquierda española.
Una parte minoritaria de la izquierda ha interpretado la pandemia del coronavirus a través del prisma de teorías negacionistas y conspirativas de carácter neo-orwelliano, que a su vez transpiran una fuerte pulsión individualista. Por supuesto, siempre hay que estar atentos a cualquier tipo de ingeniera social que la gestión de esta pandemia pueda implantar, pero de ahí a pensar que una medida como el confinamiento era la opción favorita del Estado y el capital va un trecho. Al gran capital, si le hubieran dejado elegir, hubiera optado por el business as usual y que cada cual aguantara su vela.
Sin embargo, la actitud de la mayor parte de la izquierda nacional ha sido cerrar filas en torno al gobierno de coalición y su gestión de la pandemia. Bien es cierto que esta defensa acérrima tiene cierto carácter reactivo frente a los ataques constantes de la derecha, pero en realidad hacen un flaco favor a la sociedad. El hecho de que España sea el quinto país del mundo con mayor número de contagios y el cuarto en número de muertos por coronavirus exige una reflexión crítica respecto a la gestión de la pandemia.
Por otro lado, las dos principales fuerzas de la izquierda nacional, el PSOE y Unidas Podemos, también han utilizado la pandemia en términos políticos. Quizás su uso ha sido menor que en el caso de los voceros de la derecha, pero probablemente esto tenga más que ver más con su posición de poder, dado que se encuentran en el gobierno y no en la oposición, que con un firme sentido de responsabilidad.
Izquierdas y derechas regionales, por otro lado, tampoco han quedado inmunes en este uso político de la pandemia. Particularmente acusado ha sido el caso de Cataluña, donde las CUP, el mundo post-convergente y ERC (aunque con diferentes posiciones) han hecho una lectura de la pandemia en clave del conflicto con el estado central.
Y por si esto no fuera poco, frente a las protestas de la derecha en la calle están surgiendo como respuesta otras contramanifestaciones de la izquierda. Banderas monárquicas y republicanas se han convertido en los dos emblemas utilizados por unos y por otros, como si la covid-19 hubiera venido a España a discutir cuál es la forma más conveniente que debería adoptar la jefatura del Estado.
Si no fuera por la gravedad de la situación estas escenas darían pie al humor más berlanguiano. Sin embargo, como todos sabemos, la pandemia del coronavirus reviste enormes riesgos para la vida de miles de personas, especialmente de los más vulnerables. Por ese motivo las imágenes de estas manifestaciones donde cada grupo no respeta la distancia física de dos metros que exige la pandemia, además de la necesidad de presencia policial para que no haya enfrentamientos, son la representación más patética y macabra del lúgubre clima político actual en España.
Viendo estas lamentables imágenes uno se pregunta: ¿cuál es el mayor peligro que enfrentan los ciudadanos corrientes en España en este momento? ¿La pandemia de covid-19 o la irresponsabilidad de los partidos políticos, de una gran parte de los medios de comunicación y de sus respectivos seguidores? Cada uno podrá responder a estas preguntas de la manera que más le satisfaga, pero lo que no cabe duda es que la combinación de ambas pandemias, una de naturaleza vírica y otra política, resulta devastadora para todos.
El problema de esta batalla política que observamos en las redes sociales, en la prensa y en las calles es que nada tiene que ver con las medidas adoptadas o no adoptadas por los gobiernos nacional y regionales en el contexto del estado de emergencia, ni quisiera con la pandemia en sí misma. La raíz de las protestas se encuentra en el tradicional conflicto de banderías, una cultura de la división que aunque no es exclusivo de España, lleva envenenando la política española desde hace más de dos siglos.
La buena noticia es que, a pesar de lo que han defendido muchos intelectuales y cronistas, este problema no se debe al supuesto carácter cainita de los españoles ni a su hipotética naturaleza guerracivilista, sino más bien a la falta de una cultura democrática en España, entendida ésta en un sentido amplio, no en la restrictiva definición liberal y parlamentaria.
Siendo así, la sociedad civil tiene la capacidad de tomar la iniciativa y transformar estas culturas políticas por otras más democráticas. Y situó a la sociedad civil como sujeto de este este cambio porque me parece ilusorio pensar que esta transformación proceda de unos partidos políticos que en España apenas conocen otros instrumentos que las retóricas del amigo/enemigo para movilizar a los suyos.
Ahora bien, no podemos caer en las mismas trampas que caímos en nuestro pasado más reciente. Algunos pueden tener la tentación de reivindicar el viejo espíritu mitológico del consenso que operó durante la transición española. Sin embargo, si una cosa ha quedado clara es que esta cultura del consenso no logró enterrar la vieja tradición política de las banderías en España, sino que tan solo fue un sistema de toma de decisiones que negaba y escondía todos aquellos elementos que resultaban más conflictivos.
En la transición española se aplicó el modelo cosmopolita habermiano de la democracia deliberativa, en el cual se presuponía que la pluralidad democrática liberal por sí misma sería capaz de excluir el conflicto de la sociedad a través del consenso. Tal como señala Chantal Mouffe, el problema de este enfoque radica en que no deberíamos entender el conflicto como algo negativo sino todo lo contrario; es consustancial a la sociedad y, de hecho, un valor fundamental para el fortalecimiento de la democracia.
El problema es cuando el conflicto se alimenta de odio y de ansias de poder, cuando el "otro" no es un adversario con el que se discute, se trata de seducir y convencer, sino un enemigo al que hay que aplastar y derrotar. Y en el caso de las culturas políticas españolas, ya sean de derechas o de izquierdas, este es el carburante principal del que se alimentan. Hoy son los manifestantes de derechas los que protestan porque, en el fondo, siempre han pensado que el poder es su cortijo. Pero mañana será la izquierda que tiene un complejo de superioridad moral incombustible.
Ni siquiera una pandemia que ataca a los más vulnerables de la sociedad ha sido suficiente para frenar estas lógicas. De hecho, todo lo contrario, parece que las ha exacerbado. Sin embargo, esta pandemia nos ha mostrado de la forma más cruel que el dogma neoliberal de que la sociedad no existe, de que lo único importante es el individuo, no solo es una falacia, sino un suicidio colectivo. La covid-19 es un virus que solo puede doblegarse desde la cooperación y la responsabilidad ciudadana: de nuestras acciones depende la vida de los otros y que de las acciones de los otros dependen nuestras vidas.
Esto nos debería hacer reflexionar sobre nuestras debilidades y fortalezas como individuos y como sociedad, sobre la importancia de todo aquello que representa lo común, la cultura de los cuidados y la ayuda mutua. Solo cooperando –a no ser que se prefieran las opciones más autoritarias- se puede salir de esta pandemia con el menor número de pérdidas humanas. Los virus entienden de problemas de salud, de edad, incluso de género y de clases sociales, pero no de comunidades imaginadas (naciones, etnicidad, etc.) ni de ideologías.
Para ello debemos reforzar nuestras culturas democráticas tanto en las instituciones como en la calle. Solo desde unas culturas que afrontan el conflicto de manera agonista, sin desdeñar el cuidado del "otro", la cooperación y la empatía, se podrá dar solución a esta epidemia y a la devastadora crisis económica que está dejando a su paso.
De este modo, además, acabaríamos con la pandemia más longeva que ha sufrido España: la de las deficiencias de su cultura democrática. El reto no es sencillo, ni siquiera confío que probable. Pero si no nos ponemos manos a la obra lo que nos espera es más dolor, odio y muerte en una sociedad que cada vez está más desprotegida, descosida y polarizada.
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