Son las 6:50 de la mañana y Mohamed termina de preparar su mochila para irse a trabajar al invernadero. Aunque vive en Almería, el frío de la noche se cuela entre las cuatro paredes de palé y plástico de la chabola que él mismo construyó, y antes de arrancar el día hace un té bajo la luz de una vela para entrar en calor. Al salir de casa, alcanza de un impulso sus zapatos, que han dormido sobre el tejado de plástico. Se los calza y se echa a andar con su perra, quien le acompaña hasta el invernadero cada día.
Almería duele y enrabieta. Y da vergüenza, mucha vergüenza como vecina y ciudadana. La huerta de Europa crece a costa de personas en situaciones infames, viviendo en chabolas sin luz ni agua y deslomándose de sol a sol con precariedad para asegurar nuestra verdura. Allá por marzo y abril, llamaron esenciales a los agricultores y los equipararon al personal sanitario o trabajadores de supermercados, pero en realidad llevan siendo esenciales décadas. Tan esenciales como invisibles y tan invisibles como silenciados. Que ahora se les considere esenciales no ha traído mejoras en sus condiciones de vida.
Caminando entre tierra y plástico da la sensación de que por aquí no ha existido la pandemia, a pesar de que la mayoría vista mascarilla. "Aquí hemos seguido trabajando a diario: invernadero chabola, chabola invernadero, como siempre", explica Mohamed, este marroquí que llegó a España en patera hace 17 años.
"Durante la pandemia hemos estado arriesgándonos, trabajando diariamente con esfuerzo por llevar la comida a la gente, y lo hemos hecho con gusto e ilusión. Siempre hemos estado ahí, trabajando, quieran reconocerlo o no, quieran verlo o no. Y también es nuestra comida, si no lo hacemos tampoco comemos nosotros, nadie nos va a dar de comer", reflexiona este marroquí en la treintena. A cambio no pide mucho: una vivienda digna, la posibilidad de acceder a un alquiler, tantas veces negado por la estigmatización social.
Mohamed llegó a España cuando aún era menor de edad. Se enroló en una patera y cruzó el mar de Alborán durante 36 horas. Cuando llegó, besó el suelo. Desde entonces ha vivido en Bilbao, Barcelona, Castellón y Almería, y ha trabajado como jardinero, en la construcción, como soldador y agricultor. Y hasta ha sido atleta.
De las paredes oscuras de su chabola, tapizadas con sábanas, cuelgan cuadros de los podios que conquistó en atletismo. "En 2009 me planteé conseguir mi sueño y empecé en el atletismo. Alcancé mi mejor marca en 2015, en medio fondo, media distancia" cuenta con la mueca propia de quien pretende quitar hierro al asunto, pero es evidente que se siente orgulloso por los cuatro costados.
"Al final no conseguí llegar a lo que deseaba. Una lesión en el tobillo me hizo abandonar el atletismo y volví a trabajar en un poco de todo", se resigna Mohamed mientras ata los brotes más altos de las plantas de pepinos que plantó hace 20 días. A la vez corta los que nacen alrededor para que no quiten fuerza a los que más crecen. Las plantas de pepinos miden ya metro y medio gracias a los fertilizantes que utilizan, muchas veces sin la protección adecuada. Arriesgándose, una vez más.
El hacinamiento y la falta de las condiciones mínimas de salubridad -dos tercios de los barrios de chabolas no tienen acceso al agua- hacen virtualmente imposible cumplir las medidas preventivas de distanciamiento e higiene decretadas por las autoridades sanitarias, convirtiendo estos asentamientos en potenciales focos para la expansión del virus. Cuando se han dado contagios masivos como los del pasado verano en Lleida y Albacete, lejos de proteger a nuestros vecinos como una medida de salud pública, les hemos culpabilizado, manteniéndolos más allá del margen en el que suelen estar.
La mayoría de las personas sin hogar o que residen en asentamientos informales como estas chabolas en Almería –calcos en muchas ciudades del país- no acceden habitualmente a los centros de salud, sino que son atendidas a través de los servicios de urgencias en una situación grave o extrema. El sistema necesita que estas personas trabajen, pero les pone todo tipo de barreras, a menudo insalvables: el idioma -más importante que nunca cuando la atención médica es telefónica-, vivir fuera de las ciudades y no tener manera de desplazarse o no disponer de tarjeta sanitaria son solo algunas de ellas.
A estas alturas de la película, crisis sanitaria mediante, con un año de pandemia mundial que nos ha sacudido para taparnos lo importante con lo urgente, deberíamos haber entendido que de esta crisis tenemos que salir todas y todos, sin dejar a nadie atrás. Asegurar y fortalecer una sanidad pública significa asegurarnos de que las personas más vulnerables también puedan acceder a todas las medidas sociosanitarias que se tomen y ser partícipes, igual que el resto de la ciudadanía, del proceso de toma de decisiones.
En Médicos del Mundo así lo entendemos. Si queremos que se expongan para garantizar que nuestras despensas estén llenas es necesario que reciban un trato digno, recursos de alojamiento y medidas de protección, así como asegurar sus medios de vida. Por eso trabajamos desde hace 30 años por el derecho a la salud de todas las personas, especialmente de los que caminan al borde del sistema. Cada semana, al terminar sus extensas jornadas laborales, los equipos de la organización se desplazan a los asentamientos informales para compartir con estas personas apoyo y preocupaciones. Me caliento las manos con el té que Mohamed nos ha preparado hoy, tras ocho horas bajo el plástico de los invernaderos, ahora bajo el plástico de su chabola.
-¿Eres feliz Mohamed? — pregunta siempre inoportuna.
-No. La verdad es que no, no me esperaba vivir bajo estas condiciones en ningún momento — espeta.
- ¿Volverías a migrar?
-No. Venía en busca de una vida mejor y un futuro, y mira, esto para mí no es un futuro, es un desastre. Hoy me hubiera quedado en mi país — se resigna Mohamed en una chabola fría, iluminada con una vela azul que se consume al compás del silbido de la olla que ha puesto para cenar esta noche: carne, patatas, zanahoria y cebolla, porque algo caliente habrá que comer al día.
A Mohamed le incomoda no haberse arreglado la barba y peinado para la entrevista. Uno tiene el derecho a gustarse, a quererse y dar lo mejor de sí mismo incluso para denunciar que tus medios de vida no son dignos, que no se respetan los derechos más fundamentales de las personas. Se disculpa apuntando que viviendo bajo estas circunstancias uno no tiene ánimo de cuidarse más. Los cuadros colgados en la chabola de Mohamed, sostenidos sobre una sábana que hace de pared, no parecen sin embargo achantar a este marroquí, quien tiene una dignidad repleta de resistencia. Hay momentos en los que se pierde y la capacidad de adaptarse es en sí una victoria. Resistir y denunciar, como hace Mohamed, es la victoria de gente valiente que alza la voz para cambiar la situación de miles de personas. La de hoy, Día Internacional del Migrante, y la de los que vendrán, porque seguirán llegando, porque la historia de la humanidad es la historia de personas que se mueven.
Comentarios
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