Otras miradas

El 18 Brumario de Donald Trump

Pablo Bustinduy

El 18 Brumario de Donald Trump

 

La farsa insurreccionista que ayer presenció el mundo entero no es una sorpresa ni una anomalía. Este simulacro golpista, mezcla de esperpento y sublevación, es en cierto modo la culminación natural del ciclo político trumpista, nacido de una revuelta contra el establishment de la derecha norteamericana tras el colapso de 2008, y alimentado desde entonces por una colección de ansiedades -económicas, raciales, religiosas- que Trump ha sabido explotar pero que no puede en ningún caso resolver. Esa es la paradoja política que habita el corazón del trumpismo: gracias a su capacidad comunicativa y su carisma, Trump ha sabido representar la pulsión reaccionaria y la necesidad de afirmación que ha sacudido en la última década a la Norteamérica blanca y conservadora, llevándola al punto extremo de asaltar el poder legislativo estadounidense. Pero Trump, producto y artífice del mismo orden de la globalización neoliberal que generó el problema, nunca podría traducir esa ansiedad en un programa político real. Por eso el trumpismo lleva a la recreación permanente del conflicto: sin proyecto de sociedad ni orden alternativo, el trumpismo es conflicto puro, una revuelta contra un estado de cosas que en realidad solo busca preservar.

Por eso no cabe sorpresa ante los hechos del 6 de enero, por mucho que las imágenes de ayer parecieran menos verosímiles que la menos verosímil de las ficciones (¿el Capitolio bajo asalto por orden del presidente? ¿En los Estados Unidos?). La estrategia de Trump desde la campaña electoral, anunciada y tuiteada hasta la saciedad, conducía exactamente hasta este punto. La negativa a reconocer el resultado de las elecciones no era, como se decía, una "estrategia de salida", un intento de construir el relato de una victoria mutilada, de un fraude electoral que maquillara la derrota en la reelección y permitiera preparar su regreso en las primarias de 2024. La "marcha para salvar América" estaba convocada en los términos exactos en que se produjo.

De ahí el cinismo extremo de los compañeros de viaje que ayer se rasgaban las vestiduras, o de quienes llevan meses o incluso años mirando hacia otra parte. Para llegar hasta aquí, el trumpismo ha requerido la connivencia y complicidad de toda la derecha estadounidense, de un partido republicano en el que prácticamente nadie se había atrevido a alzar la voz, y de múltiples aliados dentro y fuera del aparato del Estado, que han visto en el tumulto una posibilidad de medrar o de obtener réditos a corto plazo. Conocer hasta dónde llega esa complicidad es probablemente una tarea imposible. Es evidente que las fuerzas de seguridad, alertadas desde hace días sobre la convocatoria, podrían haber sofocado fácilmente la mascarada: con la cámara en sesión solemne, no se asalta el Capitolio blandiendo banderas confederadas por imprevisión o sorpresa. Hace pocos meses, las manifestaciones de Black Lives Matter en Washington DC fueron recibidas con maniobras de helicópteros militares y la guardia nacional enfundada en uniformes de combate.

En condiciones normales, el trumpismo no debería sobrevivir la depuración de responsabilidades de esta intentona golpista, pero el reducido margen de acción de los actores implicados, en un escenario político caótico, deja dudas sobre el desenlace. La principal incógnita concierne el futuro inmediato del partido republicano, hasta ahora entregado al seguidismo por una combinación de adhesión al poder y miedo al fervor de unas bases hipermovilizadas. Tras perder los dos asientos en juego en el Estado de Georgia, y con ello la mayoría en el Senado que podría haber paralizado la acción gubernamental de la presidencia de Biden, es hoy evidente que el trumpismo ha sido duramente derrotado en las urnas. El partido se encuentra así en una posición insostenible: cómplice y cautivo de la deriva en que se encuentra el país, presionado por una militancia cada vez más radicalizada, los republicanos se ven hoy huérfanos de poder y a la vez a merced de los caprichos de Trump, que ya ha amenazado con retar en las primarias a todos los cargos que se desmarquen de su estrategia de boicot institucional.

De esta encrucijada dependen algunas de las claves fundamentales para imaginar el desarrollo de la política estadounidense en los próximos meses. ¿Sobrevivirá el trumpismo a la derrota de Trump? ¿Será este simulacro de insurrección su esperpento final, o el primer paso de un realineamiento abiertamente autoritario? ¿Podrá el partido republicano desmarcarse de esa deriva en caso de producirse? ¿Tendrán los demócratas la audacia necesaria para frenar la descomposición del orden político y social estadounidense? En su comparecencia de ayer, Biden prometió de nuevo cordura y el retorno a la normalidad institucional. Parecen materiales endebles para forjar un nuevo contrato social.

 

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