El primer discurso de Biden ante el Congreso de los Estados Unidos, al cumplirse cien días de su presidencia, ha intensificado el debate a ambos lados del Atlántico sobre las implicaciones de su plan de política económica. En mi anterior artículo traté de sintetizar algunos de los elementos principales de ese plan, presentado como una iniciativa de conjunto para reconstruir material e ideológicamente la clase media norteamericana, preparar al país para una reorientación política de la globalización, y afrontar la fase de competición hegemónica con China que se anticipa desde Washington. En las últimas semanas se han multiplicado las interpretaciones sobre el cambio de paradigma macroeconómico que supone el "giro socialdemócrata" de Biden, los análisis de la coherencia y las limitaciones de sus propuestas o las comparaciones con el momento de desconcierto político-económico que vive Europa. Es un debate que debe ser bienvenido. Lo que está sucediendo en los Estados Unidos puede tener implicaciones de largo alcance, especialmente para la izquierda.
Un primer nivel del análisis, quizá más superficial, tiene que ver con la sorpresa que ha producido el giro político de Biden. Tras cinco décadas de carrera institucional marcadas por una constante defensa del centro ideológico del partido, Biden ha emprendido una agenda ambiciosa de reformas que implica romper con buena parte de los dogmas macroeconómicos que han definido hasta ahora su identidad y su trayectoria política. Hace poco más de un año, cuando la campaña de las primarias demócratas se vio abruptamente interrumpida por el estallido de la pandemia, Biden seguía defendiendo abiertamente ese ideario social-liberal frente a la pujanza del ala izquierda del partido. Nada parecía presagiar entonces el rumbo que iba a tomar su política económica. La confesión de que hasta ahora su presidencia ha superado las expectativas se ha convertido por ello en un ritual, y en objeto de debate entre las principales voces de la izquierda norteamericana.
Con el tiempo, hay una decisión que ha adquirido relevancia para explicar políticamente esa travesía: antes de que las votaciones de las primarias llegaran a su fin, Bernie Sanders decidió retirar su candidatura, explicitó su apoyo a Biden para las elecciones presidenciales y anunció la conformación de una serie de grupos de trabajo programático conjuntos entre los equipos de ambos candidatos. Entonces el gesto de Sanders parecía poco más que un guiño táctico, orientado a mantener la movilización de su electorado y disipar así el espectro abstencionista que, desde la derrota de Hillary Clinton frente a Trump en 2016, tenía aterrorizada a la dirección del partido. Ante el escepticismo de una parte de sus bases, que vieron en esta estrategia una claudicación ante el centrismo victorioso en las primarias, Sanders decidió apostar entonces por una entente programática que, un año después, ha terminado aportando la columna vertebral de las propuestas de Biden en materia de cambio climático, protección social y renovación de infraestructuras.
Esa influencia de la izquierda en el programa económico de Biden ha llevado a un columnista del Financial Times a proclamar que "la izquierda está ganando la batalla económica de las ideas". Pero reivindicar para la izquierda la paternidad de las principales ideas de ese plan económico -o, al menos, de sus propuestas más ambiciosas y transformadoras- no deja de ser un arma de doble filo. Sin duda, hay un fuerte simbolismo en la escena del Senador Sanders aplaudiendo en pie la declaración de un presidente que afirma que fue la clase media trabajadora, y no Wall Street, quien construyó la riqueza del país, y que esa clase media, a su vez, es el resultado de la lucha organizada de los sindicatos. De hecho, para cada iniciativa en materia social que hoy abandera Biden hay una extensa hemeroteca de discursos de Bernie Sanders que abarca al menos los últimos treinta años. Reconstruir el recorrido que ha llevado algunas de esas ideas desde la movilización social y lo extra-parlamentario al centro mismo del debate político y de la agenda legislativa de la Casa Blanca es un ejercicio histórico notable.
Pero la reivindicación del trabajo y la autoría de esas ideas, y la celebración de cada avance que se consiga, conllevan también un riesgo evidente de cooptación y disolución política. Esta es la pulsión complementaria con que la izquierda ha reaccionado al giro económico de Biden: señalar las limitaciones y contradicciones de su programa, explicar que se debería hacer más y más rápido, exigir que se incluya todo lo que de momento ha quedado fuera -por ejemplo, el Medicare for All, la subida del salario mínimo, la condonación de la deuda estudiantil o un enfoque mucho más ambicioso en materia de transición ecológica-.
A menudo, esta tarea deriva en una denuncia más o menos velada del carácter coyuntural de las propuestas de Biden, de su falta de coherencia económica al carecer de un modelo social alternativo o de estar profundamente enraizadas en una defensa de la posición imperial de los Estados Unidos, tal como refleja su lenguaje belicista y su intención de aumentar significativamente el gasto militar. Además, sobre el conjunto de ese programa económico pende todavía una grave amenaza: gran parte de los anuncios de Biden son de momento solo eso, anuncios.
En ausencia de una fuerte campaña de presión social e institucional, las medidas más ambiciosas corren el riesgo de encallar en el Senado, de diluirse en las duras negociaciones que se avecinan con el ala moderada del partido o de ser completamente orilladas si, como suele suceder en la lógica de ciclos de la política estadounidense, los demócratas no logran salvar la mayoría parlamentaria en las elecciones de mitad de mandato que tendrán lugar en 2022. Todas estas dificultades acotan la tarea política y la táctica institucional de la izquierda a corto plazo: empujar los límites del bidenismo sin dejarse absorber por él.
Hay un orden de cosas, sin embargo, que es urgente abordar con una perspectiva más profunda y de mayor alcance. Para la izquierda que viene de la larga lucha contra el neoliberalismo, la reordenación del campo político que se adivina implica una importante expansión del horizonte de posibilidades, pero también un cierto riesgo de desorientación política. Quizá lo más impactante del giro político de Biden sea en este sentido la velocidad a la que se ha producido, el hecho de que lo haya podido hacer (o, para ser más correctos, anunciar) sin necesidad de decir mucho, sin bregarse en una dura batalla ideológica y cultural contra los tótems del consenso neoliberal, simplemente decretando la caducidad de ese paradigma y con ello la ampliación inmediata del campo de lo posible.
Claro que hay elementos coyunturales que explican esa aparente ausencia de obstáculos en el camino: el estado de excepción económica que ha traído la pandemia, pero también la gravedad de la crisis democrática legada por el trumpismo y el desarme ideológico en que han quedado sumidos los republicanos. Al fin y al cabo fue el mismo Trump quien suspendió hace un año los pilares económicos del reaganismo, lo que en la práctica les incapacita, a diferencia de lo que sucedió en los años de cruzada libertaria del Tea Party, para plantear una oposición vigorosa a las políticas de gasto e intervención pública en la economía.
Más allá de las circunstancias, sin embargo, sigue habiendo algo pasmoso para la izquierda en la escena de un presidente que declara solemnemente ante las Cámaras, sin necesidad de grandes argumentaciones teóricas, que la era del trickle down economics ha llegado a su fin, que sus principales herramientas teóricas nunca funcionaron, y que por ello deben ser descartadas de plano. Durante décadas de arduo trabajo político, de paciente pedagogía, de movilización y organización social contra los devastadores efectos de las políticas económicas neoliberales, cada iniciativa que supusiera un aumento siquiera mínimo del gasto público, un derecho añadido o una responsabilidad socioeconómica del Estado, parecía chocar contra un muro defendido al unísono por la casi totalidad del arco parlamentario, la mayoría de los creadores de opinión y las voces dominantes de la escena académica. Hoy, uno de los principales baluartes de esos consensos decreta su suspensión sin grandes revuelos, sin gestos de épica o tragedia. Es inevitable que esa escena genere una fuerte suspicacia y una intensa sensación de irrealidad.
Hay algo esencial, sin embargo, por dirimir en ese desplazamiento del centro político que representa Biden. Más allá de la autoría intelectual y material de este giro, o de la denuncia de sus contradicciones y limitaciones, es una realidad que sus efectos sobre el conjunto del campo político implican profundamente el proyecto y la vocación a futuro de la izquierda institucional. En las últimas décadas, los planteamientos programáticos y electorales de la izquierda han consistido en una reivindicación más o menos explícita de un keynesianismo basado en la re-legitimación del papel económico y redistribuidor del Estado, en la restauración de una fiscalidad progresiva y en la expansión sostenida de las redes de protección social. Ese programa reformista y defensivo era, en relación con el equilibrio de fuerzas dominante en lo material y lo ideológico, profundamente disruptivo en sí mismo, pero en la práctica expresaba apenas un ejercicio de resistencia -su radicalidad derivaba exclusivamente de la agresividad con que se impuso el proyecto de sociedad neoliberal-.
Independientemente de su desarrollo, y de la táctica parlamentaria e institucional que asuma la izquierda norteamericana a corto plazo, el desplazamiento del centro político que supone el plan económico de Biden exige hoy una superación de ese horizonte, y especialmente un desarrollo programático que se adelante a la reorientación política de la globalización y a las nuevas formas de capitalismo híbrido que ese plan parece anticipar.
El Medicare for All, el Green New Deal y la repolitización general del trabajo constituyen hoy el programa de mínimos y el punto de partida de la izquierda norteamericana para esa tarea. Sin embargo, a futuro será necesario avanzar en una dirección más audaz y ambiciosa de transformación social, que aborde no solo la desmercantilización de relaciones sociales esenciales, sino también la reorientación de la función imperial de los Estados Unidos y la democratización de un orden transnacional que hoy agoniza con la crisis de su hegemonía. Quizá en Europa, donde los estertores de la Constitución de Maastricht siguen llevando la política institucional a un laberinto de callejones sin salida, este escenario parezca hoy improbable o alejado. Esa es quizá la tarea política del presente: lograr que la defensa de posiciones mínimas, propia del largo ciclo del neoliberalismo, abra paso a un campo de posibilidades expandidas.
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